No somos más consumistas, avariciosos y materialistas que nuestros ancestros (y II)

No somos más consumistas, avariciosos y materialistas que nuestros ancestros (y II)
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Veíamos que, para demostrar su poder y avergonzar a sus rivales, los amerindios más poderosos de esta región se dedicaban a destruir alimentos, ropas y dinero, literalmente los despilfarraban, incluso llegando a prender fuego a su propia casa. Como si encarnaran al protagonista de esa mala comedia de los años 80 protagonizada por Richard Prior que, para obtener toda la herencia de un pariente lejano, debía primero gastar 1 millón de dólares en un tiempo récord: El gran despilfarro.

No son los únicos ejemplos de tribus ancestrales entregadas al despilfarro por el despilfarro. Entre los pueblos de Melanesia y Nueva Guinea también se daban casos de donaciones por partes de los Big Men (Grandes Hombres) en festines dionisíacos altamente competitivos.

Por ejemplo, entre el pueblo de habla kaoka de las Islas Salomón, se pueden organizar estas obscenas muestras de ostentación acumulando kilos y kilos de pescado seco, 5.000 tartas de ñame y coco, 19 cuencos de budín de ñame y 13 cerdos. El Big Men reparte a partes iguales todo lo obtenido entre las personas que le han ayudado a obtenerlo y él, simplemente, se queda con los restos, sobre todo los huesos y los alimentos más estropeados, como el mejor y más hospitalario de los anfitriones.

Todo lo que un pobre debía hacer para comer algo era admitir que el jefe rival era un “gran hombre”, porque el prestigio es la única recompensa para los Big Men: trabajaban más que nadie para consumir menos que nadie. Como un pavo real que invierte su energía en exhibir la cola de más grande y más hermosa aunque ello lo obligue a arrastrar un peso muerto e inútil el resto de su vida.

El potlatch, sin embargo, me sigue pareciendo el ejemplo más interesante para cerrar un poco la boca a los agoreros de siempre, así que le cedo de nuevo el turno de Marvin Harris para que nos describa con más detalle en qué consistía una de estas ceremonias pantagruélicas:

Los preparativos para el potlatch exigían la acumulación de pescado seco y fresco, aceite de pescado, bayas, pieles de animales, mantas y otros objetos de valor. El día fijado, los huéspedes remaban en sus canoas hasta la aldea del anfitrión y penetraban en la casa del jefe. Allí se atiborraban de salmón y bayas silvestres, mientras les entretenían danzarines disfrazados de dioses castor y pájaros-trueno.
El jefe anfitrión y sus seguidores disponían en montones bien ordenados la riqueza que se iba a distribuir. Los visitantes miraban hoscamente a su anfitrión, quien se pavoneaba de un lado para otro, jactándose de lo que les iba a dar. A medida que iba contando las cajas de aceite de pescado, las cestas llenas de bayas, y los montones de mantas, comentaba en plan burlón la pobreza de sus rivales. Finalmente, los huéspedes, cargados de obsequios, eran libres de regresar en sus canoas a su propia aldea. Herido en su amor propio, el jefe huésped y sus seguidores prometían desquitarse. Esto sólo se podía conseguir invitando a sus rivales a participar en un nuevo potlatch y obligándoles a aceptar cantidades de objetos de valor aún mayores que las recibidas con anterioridad. Si consideramos todas las aldeas kwakiutl como una sola unidad, el potlatch estimulaba un flujo incesante de prestigio y objetos de valor que circulaban en direcciones opuestas.

Vía | Vacas, cerdos, guerras y brujas, de Marvin Harris

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