La línea que separa la enfermedad de la salud es mucho más difusa de lo que pensamos

La línea que separa la enfermedad de la salud es mucho más difusa de lo que pensamos
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Antes de la Guerra Civil americana, Samuel A. Cartwright, médico de Luisiana, publicó un artículo describiendo un nuevo trastorno mental llamado drapetomanía. En pocas palabras, esta enfermedad incidía en los esclavos que decidían fugarse, rebelarse de su condición. No en vano, drapetomanía procede del griego “drapetos” (huir) y “mania” (enfermedad).

Obviamente, esa enfermedad mental nos parece hoy en día una tontería. Porque la definición de enfermedad, de hecho, ni siquiera es tan evidente como parece.

Enfermedades difusas

La enfermedad tiene una gran parte de definición arbitraria, sobre todo en el ámbito de las enfermedades mentales. La orientación sexual es como el color de los ojos y no reviste ningún problema de salud, pero hasta el año 1973 no fue retirada la homosexualidad del DSM-III, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales.

Echemos un vistazo al autismo leve. Tal persona quizá será retraída, poco sociable, escasamente empática. Tales rasgos los consideramos patológicos y, en consecuencia, tratamos de medicar o encauzar la mente del que padece autismo.

Sin embargo, olvidamos que tales rasgos son netamente patológicos porque vivimos en un entorno cultural en el que la introversión o la torpeza social son inexcusables. En un ámbito como Silicon Vallen, por ejemplo, pueden ser rasgos muy valorados. Y, de hecho, así es. Porque mucha gente recompensará esa falta de habilidad social y de miopía empática que lleva aparejada un gran habilidad con los números y el pensamiento sistemático.

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Que estas condiciones mentales estén ahora mejor pagadas y generen individuos más exitosos también avala una teoría un tanto excéntrica para explicar el aumento considerable de casos de autismo del mundo, excluyendo las mejoras en el diagnóstico: que esta clase de personas ligan más, y por tanto se reproducen más. Es lo que por ejemplo sostiene el genetista Tim Spector en su libro Post Darwin:

Esta teoría vendría a sugerir que, mientras que en el pasado estos hombres habrían sido monjes, sentados en taburetes de madera, copiando en soledad textos latinos con una asombrosa caligrafía, ahora se han reincorporado a la reserva genética. Estas uniones tienen más probabilidad de generar hombres con un alto CI, un cerebro con una orientación ultramasculina y riesgo de TEA.

Así pues, si una persona con albinismo no la consideramos enferma, ¿por qué hemos de considerar una enfermedad per se a una condición genética que no supone un agravio para la persona que la posee, como explica el doctor en Biología Lluis Montoliu en su reciente libro Editando genes: recorta, pega y colorea:

Por ejemplo, una persona afectada de algún tipo de sordera congénita no sindrómica (sin alteraciones significativas en ningún otro órgano más allá de la pérdida de audición), con mutaciones en alguno de los más de 100 genes que pueden causar estas patologías, que nunca ha oído ningún sonido, puede considerar qu su normalidad es esa, la de no oír nada, y rechazará ser considerada una enferma. Es, simplemente, una persona sorda.

Si os apetece seguir explorando este tema tan espinoso, echando mano también de algunas películas que retratan enfermedades, y atendiendo a las palabras de la neuropediatra María José Más, así como la experiencia de alguien que acaba de descubrir que es diabético tipo 1, podéis escuchar el siguiente podcast que grabamos a este respecto.

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