
Islandia es una isla gigantesca. Una tierra extraña y misteriosa, de fuego y hielo.
Un lugar construido a base de historias épicas narradas por las sagas de los vikingos, a base de leyendas de una profundidad poética que era incapaz de alcanzar ninguna otra lengua, bien lo sabía Borges. También es una lugar donde el alcohol era extremadamente caro, fuente de problemas continuos. Donde la cerveza estuvo prohibida hasta 1989 ante el temor del Gobierno de que los islandeses se volvieran alcohólicos, como acabó ocurriendo tras derogarse aquella suerte de ley seca.
Este asunto del alcohol me recuerda a lo que cuenta Javier Reverte en su libro Los caminos perdidos de África: en los años 1980, el presidente Numeiri prohibió el alcohol en Sudán, no sin antes proveerse de una reserva de alcohol para sí mismo, pues se conocía que Numeiri era aficionado a empinar el codo. Miles de botellas prohibidas de cerveza, whisky y licor fueron arrojadas entonces al río Nilo. 30 años después, aún se pueden encontrar buscadores de botellas que la corriente va desenterrando y que luego se venden a media libra sudanesa por la ribera. Ponga lo que ponga en la etiqueta, se vende como licor de Numeiri.
Bueno, sí que hay un bosque, pero un bosque invisible que no puede contemplarse salvo como un futurible: el Bosque de la Amistad. Cada vez que un dignatario extranjero visita Islandia, debe plantar un árbol en este lugar de arbustos de apenas unos metros de altura como símbolo de concordia y buena voluntad entre ambos países. Pese a todo, Islandia es una tierra muy verde, y negra, y blanca, circundada de mar gris. Cuando en 1966 la NASA buscó un sitio parecido a la Luna para adiestrar a los astronautas del proyecto Apolo, terminaron por escoger Islandia.
La pureza del aire; una pureza que vuelve nítidos los perfiles, destacando a lo lejos los detalles infinitesimales de las cosas. Como una realidad falseada con Photoshop. Como los fondos de pantalla de un ordenador cuya tarjeta gráfica está configurada a una resolución altísima, mayor que la resolución de la propia realidad. El aire parece recién desprecintado. Por eso, quizá, la esperanza de vida de los habitantes de Islandia es mayor que la de los habitantes de cualquier otra parte del mundo. De modo que si viajáis hasta allí, lo primero que os recomiendo que hagáis cuando descendáis del avión es hinchar vuestros pulmones como un acordeón.
Una sociedad prístina, proteica. La única excepción: los hombres famosos de nombre reconocido, que sí que tienen permiso para nacionalizarse islandeses conservando sus nombres extranjeros originales. El periodista especializado en ciencia Matt Ridley lo describe así en su libro Genoma:
Islandia es el perfecto laboratorio genético porque allí se estableció un pequeño grupo de noruegos alrededor de 900 d.C. y desde entonces ha habido muy poca inmigración. Prácticamente la totalidad de los doscientos setenta mil islandeses descienden de aquellos pocos miles de vikingos que llegaron a Islandia antes del periodo glaciar menor. Mil cien años de fría soledad y una plaga devastadora en el siglo XIV han hecho que la isla sea tan endogámica que es un buen terreno genético. Precisamente, un emprendedor científico islandés que trabajaba en América regresó recientemente a su país natal para poner en marcha un negocio que ayuda a la gente a averiguar el origen de sus genes. (…) Dos familias islandesas con una historia de cáncer de mama frecuente pueden remontar su genealogía hasta un antepasado común nacido en 1711.
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