Unos días atrás os planteábamos una disyuntiva, ¿comeríais cerdos insensibles al dolor?, en la que habéis participado muy activamente, llevando la discusión hasta lugares interesantes y enriquecedores.
A modos de conclusión, me gustaría compartir con vosotros algunos datos acerca de los cerdos y su uso para la alimentación humana. Datos que vienen a confirmar aquel dicho de que “del cerdo se aprovecha todo”.
De todos los mamíferos domesticados por el hombre, el cerdo es el que posee mayor capacidad para transformar plantas en carne de forma rápida y eficaz. De esta forma, un cerdo, a lo largo de su existencia, puede transformar el 35 % de la energía que contiene su pienso en carne. Las vacas, por ejemplo, sólo transforman un 6,5 %.
Por otro lado, en apenas 4 meses después de la inseminación, una hembra porcina puede dar a luz 8 cochinillos o más, que llegarán a pasar más de 200 kilogramos cada uno en el plazo de 6 meses. Por el contrario, una vaca precisa de 9 meses para parir un único ternero y, en la actualidad, hacen faltan unos 4 meses para que éste alcance los 200 kilogramos.
Bajo la luz de estos datos, es evidente que el fin esencial del cerdo es producir carne nutritiva. Sin embargo, aunque el cerdo sea el paradigma nutritivo del ser humano, hay sociedades donde el consumo de cerdo está prohibido. Por ejemplo, el dios de los antiguos israelitas prohibió a su pueblo no sólo saborear su carne, sino incluso tocarlo, ya estuviera vivo o muerto.
A continuación, como colofón, no puedo evitar transcribiros el fragmento de una novela en la que dos personajes discuten de forma original y enjundiosa si es moralmente reprobable comer carne (sobre todo de cerdo):
Si enumeráramos las opciones morales respecto a este peliagudo asunto, le dije, en un orden de prelación inverso (postlación, se debería llamar), la posición número uno correspondería a los que se sientan en esta mesa: excluyéndote a ti y a mí. La número dos, ser vegetariano, te correspondería a ti. Excelente, eres mejor que los que se sientan en esta mesa. ¿O no? Ahora lo averiguaremos. La posición número tres correspondería a evitar la carne pero también los vegetales, porque los vegetales también son seres vivos y son susceptibles de padecer sufrimientos. En esta posición moral debes alimentarte exclusivamente de vitaminas sintetizadas, minerales y aminoácidos; con pastillas nutritivas como las de los astronautas. En la posición número cuatro, uno amplía la definición de vida, ya de por sí vaga, y tampoco es capaz de alimentarse de vitaminas, minerales y aminoácidos, habida cuenta de su organización y cierta estructura. Nos apena ingerir algo que parece ser tan complejo y bello, con tanto derecho a subsistir como el perrito Lassie.
El que se halla en la posición número cinco, famélico y desesperado, investiga hasta lograr una comunicación bilateral con la cosa que pretende comerse, con objeto de que le ceda un trozo de su cuerpo. Por ejemplo (y admitiendo que este animal semeja mucho más a un ser humano que la vitamina C), con el cerdo. Una vez llegado a un acuerdo con el animal, tan sólo se requeriría la modificación de su cuerpo para evitar su muerte. Por ejemplo, que gozara de la posibilidad de practicarse voluntariamente una autotomía similar a la de una lagartija cuando se desprende de su cola, el ciempiés de sus patas o algunos cangrejos de sus pinzas. No obstante, el cerdo, como de él se aprovecha todo, es uno de los animales más perjudicados. De esta manera, dicho animal debería organizarse por castas: la casta de los morritos, la casta de las colitas, la casta de los pies, etcétera, que sólo cederían una determinada parte de su cuerpo (para más señas la que se indica en el nombre de la casta a la que pertenece). Presumo que existiría también la casta de los mártires, cuyos integrantes se desharían de todo su cuerpo excepto del cerebro y de las partes íntimamente ligadas a procurar su supervivencia. Es de perogrullo añadir que todos los animales incluidos en esta dinámica deberían disfrutar también de la capacidad para regenerar sus órganos y demás secciones donadas, o los jamones o los muslos de pollo se agotarían en poco tiempo (o constituirían, unos en mayor medida que otros, placeres propios de un esnobista, como el caviar o el vino de cosecha).
Los que avancen a la posición número seis descubrirán con arrepentimiento que un cerdo, por ejemplo, y siento que este pobre (y guarro) animal sea casi en exclusiva el objeto de mi disquisición (lo siento por él, no por ti, tía), es sólo una amalgama de partes orgánicas. El cerebro no tiene más derecho que el hígado, y nosotros sólo hemos interrogado al cerebro del cerdo si nos puede ceder su hígado, pero nadie la ha preguntado al hígado si desea ser consumido. Se investiga, pues, como conversar, por ejemplo, con el hígado del cerdo y con su colita helicoidal.
Uno termina irremisiblemente en el puesto número siete cuando se percata de que jamás podremos alimentarnos de, por ejemplo, un hígado con los derechos fundamentales vulnerados. De este modo el término alimentarnos, comerte o consumirte se relegan a términos en desuso. El término correcto sería transformarte. Cuando comemos algo no lo matamos, sólo lo transformamos en otra cosa. No pienses, tía, en lo más fácil, esto es, en heces. Piensa en otros compuestos. Piensa en calor o en la energía vital que tanto cacareas. Piensa, si eres capaz, le dije con descaro. Entonces, antes de comernos el pie de un cerdo (pobrecillo), le preguntaremos (al pie, no al cerdo), oye, ¿quieres transformarte para que yo pueda perdurar sin transformarme?
Vía | Jitanjáfora
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