Nos gusta autoengañarnos

Nos gusta autoengañarnos
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Uno de los grandes cambios de paradigma sobre el funcionamiento del cerebro consistió en asumir que éste no registra la realidad tal y como es y, sobre todo, que no sirve para recordar los sucesos tal y como pasaron. Porque los recuerdos no se almacenan exactamente como en un disco duro, sino en constelaciones asociativas en las que se hallan implicadas emociones, esperanzas y autoengaños.

Autoengaños para ser más optimistas y olvidar nuestros traspiés: por ejemplo, a la hora de juzgar por qué hemos aprobado un examen, la mayoría de nosotros afirmará que se lo merece porque ha estudiado mucho; por el contrario, cuando llega el suspenso, solemos aducir excusas que nada tienen que ver con nuestro esfuerzo. La repetida doble moral o doble vara de medir de nuestras acciones no es solo un mantra, realmente se produce en todos nosotros, en mayor o menor medida. No estamos cableados para ser precisamente coherentes. Al menos si nos dejamos llevar por un primer impulso.

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Al cerebro le encanta autoengañarse, lo cual resulta extrañamente exótico: el “yo” puede engañar y, a la vez, ser engañado. Para demostrar al más pintado que es capaz de autoengañarse alegremente, dos psicólogos sociales, Piercarlo Valdesolo y David DeSteno diseñaron un ingenioso experimento.

En el experimento solicitaban a un grupo de voluntarios que cooperaran con ellos en la planificación y evaluación de un estudio en el que la mitad de los participantes tendrían una tarea fácil y agradable (mirar fotografías durante 10 minutos), y los de la otra mitad una tarea difícil y aburrida (resolver problemas matemáticos durante 45 minutos). Les explicaron a los voluntarios que realizarían la evaluación por parejas, pero que aún no se había decidido cómo asignar a quién qué tarea.

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Así pues, se permitió que cada participante seleccionara uno de los dos métodos posibles para decidir quién realizaría la tarea agradable y quién la desagradable. Y aquí viene lo interesante: podían escoger la tarea fácil para sí mismos, o usar un generador de números aleatorios para decidir quién hacía qué.

Obviamente, la mayoría se quedó con la tarea fácil para sí mismos. Pero más interesante fue cuando, posteriormente, se les preguntó a estas personas si su decisión había sido justa. La mayoría respondió que sí.

Se le preguntó sobre esta decisión egoísta a otro grupo de participantes: la mayoría declaró que le parecía injusto. La parte final del experimento consistió en hacer trabajar mucho al cerebro para que no fuera capaz de actuar automáticamente, inconscientemente, dejados llevar por su programa de sesgos. Ese piloto automático que nos permite conducir el coche hacia casa mientras estamos hablando por teléfono.

Para ello distrajeron los cerebros de las personas con otra tarea: retener en la memoria 7 dígitos mientras evaluaban el experimento, incluida la opinión de si ellos (o los demás) habían obrado de forma justa o injusta. Con la mente consciente distraída, afloró la verdad: los participantes se juzgaron a sí mismos con la misma dureza que a las otras personas.

Es decir, que a la hora de juzgar a los demás percibimos las cosas de una forma, y cuando nos juzgamos a nosotros mismos, somos mucho más benévolos. Por esa razón, precisamente, la mayoría de las personas cree que la mayoría de los conductores conduce mal su coche. Es el clásico efecto Lake Wobegon. Y también es la razón de que la ciencia no funcione en función de lo que uno afirma sobre su hallazgo o investigación, sino en función de lo que los demás científicos, ajenos a la misma, opinan al respecto. Algo sobre lo que deberían tomar buena nota el resto de organizaciones que persigan la objetividad y la coherencia.

Más información | Moral Hipocrisy

Fotos | Department of Radiology, Uppsala University Hospital, por Mikael Häggström | maveric2003

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