Nuestro cerebro funciona, en muchas ocasiones, de forma tosca y roma. Si, por ejemplo, digo que tengo un disco de Madonna, la mayoría de vosotros imaginará que tengo en mi posesión un disco interpretado por Madonna. Un robot, quizás, no daría tanto por sentado, y me preguntaría si tengo un disco de otro intérprete que Madonna me ha dejado. O si era un disco interpretado por Madonna que también pertenecía a Madonna. O si era un disco, pero no de música, sino un disco de otro material.
Nuestro cerebro, sin embargo, toma atajos en función del contexto y la proximidad de determinadas palabras. Y deduce, la mayor parte de las veces (aunque no siempre), acertadamente. Por ejemplo, qué pasa si preguntamos lo siguiente: “¿cuántos animales de cada especie introdujo Moisés en el arca?”
Ya lo habéis adivinado. La respuesta es cero. Porque Moisés no hizo el arca, sino Noé. Sin embargo, mucho de vosotros no se habrá dado cuenta de este pequeño detalle: al estar ambos personajes en un contexto bíblico habéis usado vuestra energía cognitiva en resolver la pregunta, no en detectar anfibologías u otros matices en la pregunta. Ésta pregunta, por cierto, se denomina la “ilusión de Moisés”.
A la hora de leer frases que ofrecen propuestas anormales, nuestro cerebro, en cambio, responde con una lentitud exasperante porque ha detectado una anomalía. Tal y como lo explica Daniel Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio:
Estudios sobre respuestas del cerebro han demostrado que las alteraciones de la normalidad detectadas con una rapidez y una sutilidad asombrosa. En un experimento reciente, los participantes oyeron esta frase: “La tierra gira alrededor del problema cada día”. Y se detectó un patrón característico de la actividad del cerebro que comenzaba dentro de las dos primeras décimas de segundo después de oír esta extraña palabra. (…) Somos capaces de comunicarnos con los demás porque nuestro conocimiento del mundo y nuestro uso de las palabras son en gran medida cosas compartidas.
Foto | Pascal Mannaerts (CC)
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