Lo contraproducente del café de comercio justo (I)

Lo contraproducente del café de comercio justo (I)
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Uno de los lugares donde más me inspiro para escribir, aparte de las bibliotecas con salas de Internet separadas totalmente de las salas de lectura, son las cafeterías. Sobre todo las cafeterías donde hay más parroquianos pero hablan como un runrún de fondo, donde hay enchufes para conectar mi portátil (y la dueña no viene a decirme si voy a estar mucho más conectado) y donde los camareros, en general, no andan con la mosca detrás de la oreja porque un cliente se pasa unas horas tecleando. (Lo de que haya WiFi incluido ya ni me lo planteo: es mera utopía).

Mis dosis cafeínicas, pues, están muy medidas para que no se devalúe su efecto: tomo unos tres cafés semanales, y siempre me producen la misma sensación: mejoran increíblemente mi concentración y mi capacidad de trabajo, así como mi locuacidad. Y eso ocurre a los pocos minutos de haber tomado el primer sorbo, algo así como beber de la marmita de Astérix y Obélix.

Así que las cafeterías, y particularmente el café, constituye un factor coadyuvante a mi creación literaria y periodística. Ahora mismo, sin ir más lejos, me encuentro aporreando el portátil en una cafetería de Hospitalet de Llobregat (Barcelona), hace 15 minutos que he finiquitado una taza de café, y hace un calor de mil demonios: este año, en aras de ahorrar, muchos locales se niegan a poner el aire acondicionado aunque el ámbito del lugar parezca una sauna turca.

Esto viene a cuento porque soy sensible a los precios del café, y por tanto al café de “comercio justo”, algo así como fijar los precios en interés de la justicia global distributiva. Si bien la iniciativa empezó hace mucho tiempo, adquirió cierto impulso en el año 2001, a raíz del exceso de oferta en los mercados mundiales, que condujo a un descenso catastrófico en el precio al por mayor de los granos de café. Muchos países empobrecidos por el descenso de precio, pues, deberían sacar ventaja del café de comercio justo.

Sin embargo, Oxfam calculó que en 2001 la oferta global de café fue de 115 millones de sacos (60 kg) por año, mientras que la demanda estaba alrededor de los 105 millones de sacos. Es decir, se estaba produciendo demasiado café. Solo en Estados Unidos, el consumo de café había descendido de 136 litros por persona en 1970 a solo 64 litros en 2000. Sospecho que una de las causas fue que antes no había tantas alternativas de consumo como ahora.

Starbucks hacía pagar 3 dólares por un café con leche, a pesar de que la persona que lo cultivaba solo recibía un centavo o dos, arguyendo que pagaba salarios a sus empleados por encima del mercado, en particular dándoles cobertura sanitaria. Aunque también hay otras razones por las cuales el café es tan caro en esta cadena, tal y como expliqué en ¿Por qué el café del Starbucks es tan caro? Con todo, la moda del comercio justo se hizo tan importante que Starbucks tuvo que claudicar, convirtiéndose en el mayor proveedor de café de comercio justo del mundo.

Sin embargo, las cosas podrían haber mejorado mucho más si no se produjera tanto café, tal y como denuncia el filósofo Joseph Heath en su libro Lucro sucio:

Es un caso clásico de tratamiento de los síntomas en lugar de la enfermedad, Oxfam y otros entusiastas del comercio justo sugirieron que los consumidores occidentales debían responder a la sobreproducción pagando a los productores precios más altos por su café. Esta es una propuesta trágicamente torpe. No sólo es equivocada (en el sentido de que no solucionará el problema), sino que, justamente, se opone a lo que hay que hacer (en el sentido de que exacerbará, precisamente, el problema que se intenta resolver).

En la segunda entrega de este artículo profundizaremos un poco más en este asunto, y pondremos otro ejemplo protagonizado por la empresa The Body Shop.

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