
La isla de Vozrozhdenie (que traducido significa Renacimiento) esconde bajo tierra un generador de muerte.
En muchas ocasiones, cuando queremos deshacernos de lo que no nos gusta, simplemente lo enterramos. Un poco como la estrategia que popularmente se dice que sigue el avestruz, que ante una amenaza escarba un agujero e introduce la cabeza en él. A veces, este modus operandi resulta ventajoso, como es el caso del aristócrata inglés Mark Sykes, afectado por la epidemia de gripe española de 1918-1919, que fue enterrado en el pequeño cementerio de la iglesia de Santa María de Sledmere, en el condado de Yorkshire. En 2007, un equipo de virólogos dirigido por John Oxford, profesor de virología del Queen Marys College de Londres, exhumó el cadáver de Sykes en busca de claves para acabar con la gripe aviar.
Y es que Sykes, este hábil diplomático británico que jugó un papel crucial en el desmantelamiento del Imperio Otomano, había sido enterrado en un ataúd de plomo sellado herméticamente. Lo cual garantizaba que sus restos estarían bien conservados, y también los organismos patógenos que lo habían matado. Así pues, este renacimiento de un virus letal enterrado podría salvar muchas vidas en un futuro.
Pero el caso de Renacimiento es distinto.
En 1988, en la URSS de Gorbachov, los científicos soviéticos enterraron aquí centenares de toneladas de bacterias de ántrax para evitar las inspecciones de occidente, pues este arsenal militar de ántrax se había concebido violando la Convención de Armas Biológicas y Tóxicas (CAB) que tiempo antes habían firmado (junto con otros 162 países, de los cuales un buen puñado también siguen en secreto violando este tratado).
Y es que desde 1948, después de que el gobierno soviético instalara aquí un laboratorio ultrasecreto al aire libre, el Aralsk-7, a fin de experimentar con agentes biológicos que incluían ántrax, fiebre Q y botulismo, entre otras, la isla llegó a contener una verdadera ciudad que no figuraba en ningún mapa. Una isla en mitad de un lago que se seca que, a su vez, está en mitad de un desierto prácticamente deshabitado.
Los rusos abandonaron la isla en 1992, tras la desaparición de la URSS. Tres años después, científicos de Estados Unidos realizaron varias misiones secretas a la isla Renacimiento para tomar muestras de estas bacterias enterradas. Comprobaron, en efecto, que en el llamado “cementerio de ántrax más grande del mundo”, algunas de las esporas aún sobrevivían. La situación empeorará con el tiempo a causa del proceso de desecación del Mar Aral, que tarde o temprano provocará que la isla desaparezca, convirtiéndose en un simple montículo, y facilitando así que el ántrax llegue a tierra firme. La mayor parte de suministro de agua del Aral se perdió en los años 1960, a razón de 25 a 55 kilómetros cúbicos por año, disminuyendo durante 10 años en un promedio de 20 centímetros anual. En los años 1970, la cifra se triplicó. No es extraño encontrar en este desierto de alto contenido salino barcos varados en la arena, como si estuviéramos en una película de ciencia ficción muy pesimista.
En la actualidad, la isla está dividida en dos países, Uzbekistán y Kazajstán. En mayo de 2002, gracias a un acuerdo entre Uzbekistán y Estados Unidos, se empezó a descontaminar la isla, aunque sólo los gérmenes patógenos enterrados en la región uzbeka. Cuando Aral termine por desecarse y las tormentas de polvo desentierren las esporas, éstas serán transportadas por el viendo, insectos y roedores a las zonas más pobladas.
Una isla potencialmente mortífera, que décadas atrás fue uno de los principales polígonos de ensayos de armas bacteriológicas. Aquí se realizaron todo tipo de experimentos para estudiar los patrones de diseminación de los aerosoles de agentes de guerra biológica y los métodos para detectarlos, así como el rango efectivo de las bombas atomizadoras de racimo llenas con diferentes tipos de agentes biológicos. Se realizaron experimentos con ganado y animales de laboratorio. Los científicos liberaban rutinariamente al ambiente peste, viruela, brucelosis y, por supuesto, ántrax.
La responsabilidad de las muertes masivas de peces locales, brotes de peste y otros casos de enfermedades infecciosas se ha atribuido a estos ensayos, aunque de lo que sucedió en la isla apenas se sabe porque los documentos oficiales se extraviaron. A pesar de casi una década de inactividad, la isla continúa siendo una zona de extremo peligro, y sobre todo una amenaza ambiental sin precedentes. La descontaminación total del lugar parece ser casi una entelequia.
Un lugar espolvoreado de muerte, un campo minado de agentes patógenos, un reservorio de perpetua enfermedad. Un tipo de amenaza que no es tan llamativa y electoralmente fructífera como el de las armas de destrucción masiva de la administración Bush, pero que sin duda puede ser tanto o más letal. Un lugar en el que está restringido el paso de visitantes, por supuesto, pero que es asiduamente visitada por saqueadores.
Este basurero nuclear llamado Cactus Dome, construido conjuntamente por la Comisión de Energía Atómica, la Agencia de Defensa Nuclear y la Guardia Costera de los Estados Unidos entre 1977 y 1980, guarda en sus entrañas los deshechos radiactivos generados por las pruebas atómicas llevadas a cabo en las islas de la zona. 85.000 metros cúbicos de desperdicios radiactivos que incluyen barcos, estructuras e incluso el mismo suelo donde se hicieron estallar las bombas nucleares, que se acumulan en 9 metros de profundidad y 107 metros de ancho (un agujero que no tuvo que ser, irónicamente, cavado por nadie: se encargó de hacerlo la “Cactus Test”, una explosión atómica que tuvo lugar allí el 5 de mayo de 1958).
Y es que esconder nuestras miserias debajo de la alfombra no siempre es bueno, al menos a largo plazo.