La inmoralidad de profesar una fe (y II)

La inmoralidad de profesar una fe (y II)
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Otro aspecto que habría que añadir a esta clase de fe basada en intuiciones o sensaciones, mitos y leyendas, es que no precisa de sentido crítico alguno, es impermeable al cuestionamiento sistemático. Es decir, muchos de nosotros podemos creer que la teoría del Big Bang puede ser provisionalmente cierta. Pero estamos dispuestos a admitir que es errónea en cuanto nos presenten una teoría alternativa más sólida o alguna prueba de que el Big Bang no pudo producirse sin violar todas y cada una de las leyes de la naturaleza que ya hemos ido acabalando mediante pruebas y errores.

Es relativamente fácil que un científico o un escéptico recule sobre sus ideas, no así un religioso. El científico asume que sus ideas son provisionales y anhela encontrar otras ideas provisionales mejores. El religioso considera que sus ideas son únicas, intocables y dignas de respeto incluso por quienes no profesan su credo.

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Por último están los intelectuales de las ciencias sociales, que consideran que todo es relativo, porque nada puede saberse con seguridad. Lo cual es una falacia epistemológica, como bien demuestran textos imprescindibles como Imposturas intelectuales, de Sokal y Bricmont. Es evidente que nadie puede saber con el 100 % de seguridad si una cosa es cierta o no, pero en ciencia sí que pueden establecerse grados de veracidad a ciertos fenómenos. El grado suficiente como para poder gestionarlos y relacionarlos con la realidad que nos rodea.

La ciencia no persigue (de momento) la Verdad Absoluta. Lo que quiere saber, por ejemplo, es si un avión comercial llegará a Nueva York desde San Francisco con X galones de combustible. Quiere saber por qué lo sabe, cómo lo sabe y, también, por qué en aquella ocasión no el avión no pudo llegar.

Todo este tiempo he estado, pues, estableciendo claras distinciones conceptuales entre la fe racional y la fe irracional. En esa distinción se basa el verdadero escepticismo. Ser escéptico no significa no creer en nada sino ser extremadamente cuidadoso en lo que se cree y estar dispuesto a creerlo en cuanto algo nuevo aprendido nos lo demuestre.

Pero como dice Carl Sagan en El mundo y sus demonios, hay gente que quiere que todo sea posible, que su realidad sea ilimitada. Les parece que nuestra imaginación y nuestras necesidades requieren más que lo relativamente poco que la ciencia enseña que sabemos con seguridad (recordatorio: seguridad coyuntural, no seguridad absoluta). Es irritante que la ciencia pretenda fijar límites en lo que podemos hacer, aunque sea en principio. ¿Quién dice que no podemos viajar más deprisa que la luz? Solían decirlo del sonido, y mira. Esta clase de objeciones son las esgrimidas por la gente que profesa la fe irracional.

Como muchos gurús de la Nueva Era, que llegan al punto de abrazar el solipsismo: toda la realidad la producen sus propios pensamientos, ellos son lo único real. Y es que la ciencia todavía tiene tantas preguntas intrigantes y extrañas que no han sido respondidas, que no es nada difícil por los crédulos el usar su fe irracional para imaginarse hipótesis basadas en sus prejuicios, sus mitos y leyendas. Como los que protagonizaron los cultos Cargo.

Pero ¿tan perjudicial puede ser sostener una fe irracional, creer cosas que no tienen sentido dentro de lo que sabemos actualmente, prescindir del “no lo sé” al “siento que es así y respétalo”, profesar ideas que se basan en cosas que no admiten ni crítica ni cambio? Uno podría pensar que no, que cada palo aguante su vela. Si uno prefiere ser irracional, que lo sea. Si como decía David Hume, existen personas que “convierten en mérito la fe implícita; y disimulan ante ellos mismos su infidelidad más positiva”, pues mira, cada uno tiene sus problemas.

Aunque nos diera risa o miedo que un hombre de 40 años aún siga creyendo en Papá Noel, es su vida. ¿Por qué romper el hechizo?

Dejando a un lado que respetar al prójimo no significa no criticarle lo que creemos que hace mal sino ofrecerle nuestros puntos de vista honestos y sinceros, una persona que sostiene una fe irracional no sólo puede ser altamente perjudicial para sí mismo, sino también para los demás. ¿Podéis imaginar cuántos avances en el conocimiento han sido lastrados por el mito, la leyenda o la fe irracional de grupos de personas altamente organizados a lo largo de la historia? La mayor parte de los hechos terroríficos del pasado han sido espoleados por individuos o instituciones cuyas ideas eran intocables, aunque ellos creyeran que hacían el bien.

Pero voy a ir a un ejemplo más cotidiano expuesto magistralmente William K. Clifford en La ética de la fe. Un libro, por cierto, de 1874, y que ya daba a entender que la fe irracional es inmoral y que nuestra obligación es someterla a continuas críticas y análisis en vez de respetarla y tolerarla sin más.

Un armador se disponía a echar a la mar un barco de emigrantes. Sabía que el barco era viejo y que no había sido construído con gran esmero; que había visto muchos mares y climas y se había sometido a menudo a reparaciones. Se había planteado dudas sobre si estaba en condiciones de navegar. Esas dudas lo reconcomían y le hacían sentirse infeliz, pensaba que quizá sería mejor revisarlo y repararlo, aunque le supusiera un gran gasto. Sin embargo, antes de que zarpara el barco consiguió superar esas reflexiones melancólicas. Se dijo a sí mismo que el barco había soportado tantos viajes y resistido tantas tormentas que era ocioso suponer que no volvería a salvo a casa también después de este viaje. Pondría su confianza en la Providencia, que difícilmente podría ignorar la protección de todas esas familias infelices que abandonaban su patria para buscar tiempos mejores en otra parte. Alejaría de su mente toda sospecha poco generosa sobre la honestidad de los constructores y contratistas. De este modo adquirió una convicción sincera y reconfortante de que su nave era totalmente segura y estaba en condiciones de navegar: deseos de éxito para los exiliados en su nuevo hogar en el extranjero, y recibió el dinero del seguro cuando la nave se hundió en medio del océano y no se supo nada más . ¿Qué poddemos decir de él? Desde luego, que era verdaderamente culpable de la muerte de esos hombres. Se admite que creía sinceramente en la solidez de ese barco; pero la sinceridad de su convicción de ningún modo puede ayudarle, porque no tenía derecho a creer con una prueba como la que tenía delante. No había adquirido su fe honestamente en investigación paciente, sino sofocando sus dudas…

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