Viva la serendipia (V): la cocina del infierno y oxígeno divino

Viva la serendipia (V): la cocina del infierno y oxígeno divino
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LA COCINA DEL INFIERNO

La cocina puede ser un lugar muy peligroso si en ella entra un hombre que jamás han cocinado en su vida. Porque entonces la cocina puede convertirse en un infierno. O en un experimento gastronómico con muy mal sabor. O en el lugar donde fabricar la primera bomba.

Es lo que pasaba con Christian F. Schönbein trabajaba en el mundo textil y era un patoso en la cocina, de manera que su mujer le tenía terminantemente prohibido que la pisara. Pero un día, aprovechando la ausencia de la mujer, Schönbein se coló en la cocina.

¿Lo hizo para hacerse una tortilla de dos huevos? No, eso es para mariquitas. Lo que hizo fue experimentar con una mezcla de ácido sulfúrico y nítrico (con razón la mujer se ponía de los nervios si su marido se acercaba a las sartenes).

En sus tejemanejes, Schönbein derramó accidentalmente un poco de ácido. “Ay, la bronca que me espera”, supongo que pensó, así que rápidamente cogió lo primero que tenía a mano para limpiarlo: ¡el delantal de su mujer! Con la mala baba que tienen las alemanas…

Al final, Schönbein no recibió ninguna bronca, pero su acción produjo un efecto secundario de proporciones explosivas. Después de enjaguar el delantal con un poco de agua, lo puso a secar sobre la estufa para que su mujer no se diera cuenta. Pero el delantal, al secarse, ardió de repente de una forma muy intensa. Como si el delantal fuese un material altamente inflamable (o el delantal del demonio, su mujer).

Lo que había creado Schönbein era la nitrocelulosa o algodón de pólvora, en 1846. Es decir, el primer paso hacia la obtención de la dinamita por Alfred Nobel, en 1862. Algo que probablemente se habría producido de otra manera si la mujer de Schönbein no hubiese sido tan marimandona.

OXÍGENO DIVINO

En 1774, un sacerdote llamado Joseph Priestley calentó óxido de mercurio dentro de un recipiente de vidrio incandescente, pues producía un calor más intenso que cualquier palmatoria y generaba un gas incoloro que hacía arder las velas con más brillo de lo normal.

Un año después, arrastrado por la curiosidad, Priestley quiso averiguar si dicho gas podía respirarse. Aunque creía en Dios, no consideró que Dios iba a evitarle palmarla si lo inhalaba él y resultaba ser tóxico, de modo que usó otra criatura para que lo hiciese por él: un ratón.

Dentro de la campana de vidrio llena de ese extraño vapor, el roedor vivía una media hora. Pero si la misma campana estaba llena de aire, el ratón sólo vivía 15 minutos. El sacerdote había descubierto el oxígeno, que era mejor que el aire común para la respiración.

Priestley identificó otros diez gases, entre los cuales figuran el amoníaco, el cloruro de hidrógeno, el óxido nitroso y el dióxido de azufre.

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