Siempre he sostenido que lo de “una imagen vale más que mil palabras” es otra de tantas fórmulas aforísticas vacuas y contradictorias que abundan en la cultura popular: hay mil situaciones que se describen mejor con las palabras, como el flujo de conciencia de Joyce u otras descripciones de la intimidad emocional y racional de un personaje de novela.
Sin embargo, haciendo un pequeño cambio en la frase anterior podemos alcanzar una verdad que ha sido refrendada por la neurociencia: que una imagen vale más que mil creencias. No porque una simple imagen sea capaz de volver crédulos a muchos (que también), sino porque una imagen puede incluso hacernos cambiar ideas de las que estamos muy convencidos: como aceptar como cierto algo que no hemos llegado a hacer nunca.
Es lo que sugieren estudios como el de Linda Henkel, del Departamento de Psicología de la Universidad de Fairfield, que mostraba a un grupo de personas fotografías de acciones completadas, tales como un lápiz partido o un sobre abierto. Una semana antes les habían mostrado objetos colocados sobre una mesa, y con cada objeto debían ejecutar alguna acción o simplemente imaginar que la ejecutaban.
Una semana después de mostrar la fotos, los participantes pasaron un test de memoria en el que se preguntaba acerca de acciones ejecutadas, como “yo casqué una nuez”, a lo que debían responder si lo habían hecho, si lo habían imaginado o si no lo habían hecho ni imaginado.
Los resultados indicaron que cuanto más se enseñaba una foto de una acción completada, más frecuentemente pensaban que habían completado la acción, aunque solo se lo hubieran imaginado.
Imaginad, entonces, lo distorsionadas que suelen ser las declaraciones, en el mundo real, de los testigos presenciales de un crimen, para los que pueden transcurrir varios días o tal vez semanas hasta la recuperación de los hechos. Y, por ello, nunca me cansaré de recomendar la película Doce hombres sin piedad.
Imagen | Byflickr
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