Todos (absolutamente todos) prejuzgamos, a no ser que nuestro cerebro no funcione bien (y II)

Todos (absolutamente todos) prejuzgamos, a no ser que nuestro cerebro no funcione bien (y II)
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En la anterior entrega de este artículo poníamos de manifiesto la querencia de las personas, en general, a prejuzgar a los demás. Este comportamiento es generalizado, pero no tiene por qué ser siempre así si sabemos diagnosticar certeramente de donde procede el prejuicio y lo tratamos no tanto como un producto nocivo per se como una ilusión cognitiva o un atajo mental que nos proporciona respuestas rápidas en un mundo cambiante.

El Test de Asociación Implícita no deja lugar a dudas: incluso las personas que se autodenominan escasamente prejuiciosas o nada racistas o sexistas, lo acaban siendo en base a los resultados del test.

Por ejemplo, las personas que se consideran muy poco prejuiciosas respecto a la asociación entre la palabra “carrera” y “femenino”, los resultados son tal y como los señala Maria Kunnikova en su libro ¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?:

incluso las personas que se autopuntúan muy bajo en una escala de prejuicio (por ejemplo, “puntúe en una escala de cuatro puntos que va de muy femenino a muy masculino, si asocia usted la palabra carrera más a masculino que a femenino), presentan unas diferencias en los tiempos de reacción del IAT, que dicen algo muy distinto. En las actitudes hacia la raza del IAT, cerca del 68% de más de 2,5 millones de participantes han mostrado una pauta de prejuicio. En la actitud hacia la edad (preferir las personas jóvenes a las de edad avanzada), el resultado es de un 80%. En la actitud hacia las personas discapacitadas (es decir, preferencia por personas “intactas”) es de un 76 %. Para la orientación sexual (preferencia por las personas heterosexuales respecto a las homosexuales) es del 68%. Para el peso (preferir las personas delgadas a las obesas) es del 69%.

Los prejuicios son, desde un punto de vista de raciocinio y lógica (que no de supervivencia diaria), generalmente nocivos. Sin embargo, coged a cualquier persona libre de prejuicios, y empezad a preguntarle. Quizá no será prejuicioso con la raza, o el sexo, pero finalmente hallaréis algún prejuicio en algún campo. De hecho, combatir los prejuicios de modo individual se antoja tan lento y exasperante como transportar arena del desierto entre nuestras manos: siempre se nos colarán granos de arena entre los dedos, y todo es desierto de arena.

Por ejemplo, podemos lanzar campañas para evitar el prejuicio femenino o el racial, pero seguirá alimentándose el prejuicio por el peso. También podemos abarcar el peso. Pero olvidaremos el referido a la alopecia. O a mil, millones de cosas más. Combatir los prejuicios significa combatir en tantos frentes que ni siquiera sabemos cuántos hay, y cuando los sepamos, probablemente habrán nacido un millón más. Algo similar a lo que ocurre en el terreno lingüístico con la llamada rueda del eufemismo: cambiamos las palabras que consideramos peyorativas por otras palabras que no contengan ese matiz, pero ese eufemismo acaba por contaminarse del sentido peyorativo, y de nuevo debe cambiarse por otra más políticamente correcta, y así ad calendas graecas.

Así pues, lo lógico no parece favorecer la imagen que en general tenemos de determinado grupo, al menos no como forma de evitar que seamos prejuiciosos. Sino atacar la raíz del problema. Esto es: atacar la forma de proceder de nuestro cerebro cuando se enfrenta a información nueva o información sobre la que tiene muchas lagunas o muchas ideas de segunda o tercera mano. O, como eso parece francamente complicado con la tecnología de la que disponemos ahora, tal vez lo idóneo, por el momento, sería no tanto eliminar los prejuicios como contrarrestar o atenuar los efectos en la conducta.

Ello se consigue con un adiestramiento del que aún no se han establecido sus bases, y mucho menos se ha impartido de forma generalizada. Pero tenemos algunas pistas. Por ejemplo, si antes de pasar un IAT se muestran imágenes de personas afroamericanas disfrutando de un picnic, entonces la puntuación se reduce significativamente.

Tal y como señala Fiery Clushman en Este libro le hará más inteligente:

Las personas tienden a elaborar juicios morales más severos si la habitación en la que deliberan tiene la atmósfera cargada y maloliente, circunstancia que refleja el papel que desempeña la repugnancia entendida como emoción moral (véase Simone Schnall y otros, Personality and Social Psychology Bulletin, 2008).

Es decir, que el contexto también influye en nuestros prejuicios sobre grupos de personas, lo cual nos da otra pista: debemos gestionar tanto el contexto como los propios atajos mentales de los individuos, a fin de que al menos abarcar dos frentes.

El problema, con todo, sigue siendo endiabladamente complejo, casi como un nudo gordiano, sin principio ni fin, y dista mucho de poder resolverse. Y si ése es el mensaje que ha quedado de estas dos entregas acerca de los prejuicios, me doy por satisfecho: si conseguimos diagnosticar el problema en toda su complejidad, también podremos ofrecer soluciones más eficaces para el mismo.

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