Ojos que no ven, bolsillo que no siente (y II)

Ojos que no ven, bolsillo que no siente (y II)
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La idea que os quiero transmitir de Vanuatu es parecida a la que transmitían las poblaciones indígenas de Norteamérica en el siglo XVI. Una sociedad materialmente modesta pero espiritualmente plena. Los indios de aquella época estaban unidos en comunidades pequeñas, igualitarias y pacíficas. Eran tan frugales que incluso el jefe de la tribu apenas podía poseer más que una lanza y unas pocas vasijas. Con la llegada de los primeros europeos, sin embargo, los indios entraron en contacto por primera vez con el lujo, el confort y la tecnología europeos.

En pocos años, los indios pasaron de vivir en armonía con la naturaleza y fomentar las relaciones entre los miembros de la tribu a anhelar joyas, alcohol, rifles, abalorios, espejos y demás posesiones materiales. Como indica Alain de Botton en su libro Ansiedad por el estatus:

Hacia 1690, el naturalista inglés reverendo John Banister informaba de que los indios habían sido tentados lo suficiente por los tratantes como para querer "muchas cosas que antes no quería, porque nunca las habían tenido, pero que ahora, a causa del comercio, les resultaban muy necesarias". Dos décadas después, el viajero Robert Beverly observó que "os europeos han introducido el lujo entre los indios, lo cual ha multiplicado sus ambiciones y les ha hecho desear mil cosas con las que antes ni siquiera soñaban". Por desgracia, esas miles de cosas, a pesar de buscarse tan ardientemente, no parece que aumentaran la felicidad de los indios. (…) Los índices de suicidio y de alcoholismo se incrementaron, las comunidades se fracturaron, había facciones que luchaban entre sí por hacerse con el botín europeo. (…) Se escucharon profecías que indicaban que los indios serían exterminados si no dejaban de depender del comercio. Pero era demasiado tarde. Los indios, que no eran diferentes en su estructura psicológica del resto de los seres humanos, sucumbieron a los fáciles atractivos de las chucherías de la civilización moderna y dejaron de escuchar las calladas voces que les hablaban de los sencillos placeres comunitarios y de la belleza de los cañones vacíos durante el crepúsculo.

¿Cuál es la cura? Probablemente, ninguna. Pero hay estrategias. Las clases bajas de la edad media no eran más infelices que nosotros por dos razones: primero porque creían que su clase social estaba impuesta por sangre y porque en el Cielo serían restituidas sus penurias. Segundo, porque ni siquiera sospechaban las comodidades y riquezas de las que disfrutaba la nobleza.

La primera razón es difícil de adoptar por nosotros, que ya hemos asumido que vivimos en una sociedad basada en la meritocracia (o eso es lo que nos dicen) y no tanto en una basada en los apellidos.

Así pues, debemos centrarnos en la segunda. En un mundo mediático como el nuestro, en que somos bombardeados continuamente con los lujos y comodidades de los famosos y de las clases sociales estratosféricas, es difícil abstraerse de tanto oropel para regresar a la grisácea rutina diaria. Pero desde la psicología se recomienda que intentemos, en la medida de lo posible, que nuestro círculo social posea un rango salarial, un estilo de vida y, en definitiva, un estatus similar al nuestro o no demasiado disparejo.

Es un parche. Pero ayuda. Porque, en gran medida, ojos que no ven, bolsillo que no siente.

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