Se dice que los ricos también lloran. Aunque nos parezca un pretexto para que no metamos demasiado las narices en las fortunas de los millonarios, diversos estudios apuntan a un hecho introvertible. Bueno, a dos.
El primero es que, superado cierto umbral de riqueza (la necesaria para tener cubiertas las necesidades mínimas), una mayor renta no influye en nuestro grado de felicidad (si acaso produce subidones de felicidad que no tardan en remitir, como se ha estudiado con varias personas que han ganado un premio de la lotería).
El otro hecho incontrovertible no es que nos produzca regocijo ganar más dinero per se. Lo que nos gusta de verdad es ganar más dinero que el vecino. Ante la posibilidad de ganar más dinero pero menos que nuestros amigos o colegas de profesión y la posibilidad de ganar menos dinero pero más que ellos, escogemos generalmente la segunda opción.
La capacidad de adaptación en una de las razones por las cuales el dinero importa mucho menos de lo que piensa la gente. Según la leyenda literaria, F. Scott Fitzgerald señaló una vez a Hemingway: “Los ricos no son como nosotros”. Hemingway le quitó hierro al asunto: “Ya, tienen más dinero”, con lo que daba a entender que la riqueza por sí sola no cambiaba mucho las cosas.
La gente situada por encima del límite de pobreza es más feliz que la gente por debajo del límite de pobreza, pero los verdaderamente ricos no son mucho más felices que los simplemente ricos. Por ejemplo, un estudio reciente ha demostrado que la gente que gana más de 90.000 dólares al año no es más feliz que la gente que está en la franja entre los 50.000 y los 89.999 dólares. Un reciente artículo de The New York Times describía un grupo de apoyo para multitudinarios. Otro estudio informaba de que si bien la renta familiar media en Japón se incrementó por un factor de cinco entre 1958 y 1987, el nivel de felicidad manifestado por la población no cambió en absoluto; pese a toda esa renta de más, no hubo más felicidad.
Así que recordad. La riqueza absoluta sólo produce felicidad efímera. Y puestos a elegir, preferimos la riqueza relativa a la riqueza absoluta.
Vía | Kluge de Gary Marcus
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