El problema de la democracia eres tú

El problema de la democracia eres tú
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Una de las formas más lentas y pesarosas de hallar la verdad consiste en usar nuestro cerebro, el razonamiento, el sentido común, el juicio personal.

Porque nuestros procesos cognitivos distan mucho de ser objetivos y se encuentran continuamente maltratados por sesgos basados en prejuicios, malos entendidos y cierta tendencia al egocentrismo.

El Yo y la democracia

Es algo de lo que Descartes o Bacon ya se dieron cuenta, y por ello el primero abogó por la desarticulación del sistema educativo del siglo XVII y diseñar un “método para dirigir bien la razón”. Bacon quería ir más lejos aún para crear sistemas de verificación externas a nuestra mente. Estos mimbres dieron lugar a la Ilustración, y también al método científico. Por primera vez, la mente humana no era fiable, y mucho menos las afirmaciones de intelectuales, que debían someterse de igual modo al escrutinio.

A partir de entonces, pensar empezó a ser menos importante que demostrar y explicar cómo se había llegado a determinada conclusión. Parecidas exigencias que se requerían, por ejemplo, al piloto de un vuelo comercial antes de alzar el vuelo: realizar las decenas de comprobaciones determinadas por el manual, porque el manual es más fiable que la olvidadiza mente.

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Irónicamente, a la vez que desde el ámbito científico se ponía en duda la fiabilidad del genio individual y se requería de procesos de verificación colectivos, se fortalecían ideas psicológicas y políticas sobre el Yo. El individuo, un concepto desconocido en esencia antes del XVII, se convertía entonces en el eje de la existencia. Yo pienso que… Yo digo que… Yo decido que…

La gente no solo empezó a pedir más retratos de sí mismos, fueran o no monarcas o prohombres (como bien atestiguó Rembrandt), sino que sus opiniones empezaron a tener las misma consideración de los demás. La democracia empezó a implantarse cada vez en más países. La gente podía concurrir a unas elecciones y elegir el programa político que mejor los representaba.

Sin embargo, como ya nos dejó patente películas como Doce hombres sin piedad, nuestras decisiones, opiniones y querencias son caprichosas y raramente se basan en datos objetivos. El despotismo ilustrado es un concepto que a todos nos horroriza, pero igualmente parece terrorífico que nuestro futuro esté en manos de caprichos cognitivos, inercias culturales y millones de personas incultas que ni siquiera leen, estudian y verifican los contenidos de los programas electorales que respaldan.

Quizá en una democracia verdaderamente democrática se debería tener en cuenta que no todos los votos cuentan lo mismo. Por ejemplo, superar un examen de conocimientos básicos sobre el programa votado, podría ser una forma de que tu voto contara el doble. Sin embargo, nos produce mucha inquietud diseñar democracias que no sean totalmente igualitarias (a pesar de que no dejemos votar a los menores de 18 años, por ejemplo). Nos produce inquietud exigir algo sobre la opinión personal de la gente que determinará el futuro del mundo a la vez que exigimos a un piloto comercial que se ciña al manual o no permitimos que el grosor de los pilares maestros de un edificio se escoja por votación popular, sino que lo imponga un arquitecto bajo la tutela de normas y regulaciones que no han sido votadas democráticamente.

Son las tiranteces, contradicciones y lagunas propiciadas por dos ideas diametralmente opuestas: que el sentido común no es un sentido ni es común (ciencia) y que la opinión personal debe de ser tan válida como cualquier otra (democracia).

Vale la pena que reflexionemos sobre todo ello. Que quizá empecemos a iniciar una pequeña revolución como las que otrora iniciaron Descartes y Bacon, y diseñemos sistemas en los que todos tengamos voz, pero no la misma voz ni para las mismas cosas. Supondrá una crisis, como lo hizo en su momento situar a ser humano en el centro de la creación, pero quizá es una crisis que debemos superar, pues nos jugamos en futuro de nuestra civilización.

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