El mito de que los descubrimientos científicos los realizan los científicos por sí solos

El mito de que los descubrimientos científicos los realizan los científicos por sí solos
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Hay una serie de ideas que todos llevamos por bagaje. Cuantas más generaciones sobreviven estas ideas, más difícil resulta desprenderse de ellas, ya no digamos cuestionarlas mínimamente. Una de estas ideas es que, en el mundo, hay una serie de personas que son geniales. Que son genios sin mácula. Los artífices de la mayoría de los inventos de la era moderna.

Es una idea muy intuitiva: como solo conocemos un puñado muy pequeño de genios, deducimos que, en efecto, hay pocos genios en el mundo. Pero no nos planteamos que quizá haya más genios que, por algún motivo, no salen a la luz.

Relacionado con esta idea, pervive otra, todavía más contumaz: que los grandes descubrimientos no solo los llevan a cabo estos genios, sino que lo hacen a solas, después de largos encierros en sí mismos, aislados de todos, obsesionados con su trabajo, hasta que, por fin, alcanzan su meta. Pero no nos planteamos que quizá un descubrimiento en realidad no tenga un autor único. Que, incluso, un descubrimiento debe de tener, casi por obligación, muchos autores, como piezas de un gran rompecabezas.

Es decir, que las grandes ideas no se producen exactamente en nuestras mentes individuales, sino en diversos hábitats que apoyan o fomentan las grandes ideas, sobre todo si estamos conectados con otras mentes.

Este planteamiento tan poco intuitivo ha empezado a tomarse más en serio desde que Kevin Dunbar, de la Universidad McGill, creó una especie de Gran Hermano de científicos allá por la década de 1990. Lo que hizo fue huir de las biografías de los científicos, de los relatos a posteriori del descubrimiento genial (que suelen estar muy adornados, como la falsa historia de la manzana que inspiró a Newton y que él mismo se dedicó a prodigar), y se puso a observar a los científicos mientras trabajaban.

Dunbar instaló cámaras en cuatro laboratorios de biología molecular punteros y registró, hasta donde pudo, todo lo que allí se sucedió. También llevó a cabo entrevistas sobre las investigaciones que llevaban a cabo los científicos, pero siempre en presente, en el instante en el que estaban realizándose. Lo explica así Steven Johnson en su libro Las buenas ideas:

Dunbar y su equipo transcribieron todas las interacciones, codificándolas con un sistema que les permitía ir trazando pautas en el flujo de información del laboratorio. Por ejemplo, cuando había interacción entre grupos, lo que hacían los científicos podía etiquetarse como “aclaración”, o “acuerdo y elaboración”, o “cuestionamiento”. Y, sobre todo, Dunbar llevó un registro de todos los cambios conceptuales que iban ocurriendo a lo largo de cada proyecto: por ejemplo, un científico podía hallarse perplejo por los continuos problemas que encontraba para mantener un control estable de los resultados, y se daba cuenta de repente de que el problema del control podía ser la base para un experimento completamente nuevo; o se producía un diálogo entre dos investigadores que, trabajando en proyectos distintos, hallaban de repente una conexión inesperada e importante entre ambos.

Pero lo más llamativo del estudio de Dunbar fue descubrir dónde se producían los principales hallazgos sobre biología molecular. Nada de laboratorios, nada de largas noche en vela con los codos hincados en el escritorio, nada de horas en el microscopio… claro, existían esos momentos, también, pero no eran los contextos donde se producían la mayoría de ideas innovadoras. El lugar donde se producían, sin embargo, era en las reuniones de laboratorio, donde se juntaba una docena de investigadores y presentaban y discutían informalmente lo que tenían entre manos.

Es decir, el intercambio de información, libre y sin trabas, informalmente. Sin duda una prueba más de que ponerle candados a la información, en forma de patentes o copyright, si bien puede funcionar temporalmente para explotar comercialmente la idea, no es ni mucho menos la mejor forma de generar creatividad.

Las interacciones de grupo ponían en cuestión lo que los investigadores daban por supuesto sobre sus descubrimientos más sorprendentes, y les hacían menos propensos a pasarlos por escrito o a considerarlos errores del experimento. (…) La reunión de laboratorio crea un entorno donde pueden ocurrir nuevas combinaciones, donde la información puede diseminarse, pasando de un proyecto a otro. Uno solo en su despacho, mirando por el microscopio, se queda con las ideas atrapadas ahí, encajadas en las preconcepciones iniciales que ya tuviera. El flujo social de la conversación hace que ese estado sólido, privado, se convierta en una red líquida.

También ésta es una de las razones por las cuales, proporcionalmente, en las ciudades hay mayor cantidad de innovación que en el campo, tal y como os expliqué en el artículo Ley de Kleiber o que en las ciudades viven más personas innovadoras que en el campo.

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