Debatir con personas que opinan diferente no es eficaz para adquirir conocimientos nuevos

Debatir con personas que opinan diferente no es eficaz para adquirir conocimientos nuevos
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Kant afirmaba que uno de los grandes logros de la civilización era una comida con amigos hablando de filosofía. E incluso tenía un esquema mental de cómo debía ser el ideal de este encuentro: un breve comentario sobre la situación política, otro comentario breve sobre la bondad de la comida y, finalmente, el debate filosófico en sí.

Pero seamos francos: el debate ideal no existe. Lo que a la mayoría nos gusta es evidenciar un epic fail, arrodíllate ante Excalibur, loser. Nos seducen las réplicas tipo Thug Life. Nos excita el debate tipo formato adversarial en el que no solo se establece quién tiene razón, sino quién es más inteligente, dispone de mayores habilidades retóricas y, en definitiva, es mejor que el otro en todos los aspectos. Por que no, debatir no sirve para nada de lo que siempre has creído, sino para otras cosas.

De existir, tampoco sirve

No obstante, incluso en el caso de lograr concebir un debate ideal, ello distará de ser una forma eficaz de adquirir conocimientos. Lo que definimos como debate es solo una ilusión cognitiva en la que dos personas sueltan lo primero que les viene a la cabeza. Sencillamente porque la oralidad no se lleva bien con los argumentos complejos jalonados de datos (para eso existen discursos sostenidos perfectamente articulados en 200 o 300 páginas llenos de referencias a estudios que avalen o refuercen cada afirmación).

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Además, los debates promueven otro sesgo cognitivo del que todos podemos ser víctimas: cuando recurrimos a otras personas como fuente de información y de apoyo para nuestras opiniones, creencias o nociones, tenderemos a creerlas o a valorar más benignamente si lo dicen con más convicción o mejores palabras. Esto es algo que, por ejemplo, quedó evidenciado con los los estudios de Steven Penrod y Brian Cutler llevados a cabo en las salas de vistas de durante los juicios en la década de 1990, tal y como abunda en ello Dean Burnett en El cerebro idiota:

es mucho más probable que exhiban favoritismo por los testimonios de aquellos declarantes que se muestran seguros y tranquilos, que por los de aquellos otros que les parecen nerviosos y dubitativos (…) el contenido de una declaración influía menos a la hora de determinar un veredicto que el modo en que ese testimonio se hubiera presentado.

Y son solo algunos de los sesgos de los que somos víctimas. Si la mayoría de personas de un grupo contratada para opinar que una varilla es más larga que la otra a pesar de que sea más corta, quienes están participando en el experimento acaban por asumir que la varilla quizá sí que es más larga, como puso de manifiesto el célebre experimento de Solomon Asch.

En resumidas cuentas, citando al físico Alan Sokal en Más allá de las imposturas intelectuales, un libro sobre epistemología que debería ser de obligada lectura: “la mente humana está sólo imperfectamente diseñada para la evaluación racional de los datos; y cuanto más nos alejamos de las tareas de la vida cotidiana, más se hacen notar esas insuficiencias.”

Debates abstractos

El problema es que subestimamos la capacidad de nuestro cerebro a la hora de inventar teorías sobre la marcha, un proceso que ejecuta con precisión de relojería a fin de dar coherencia a nuestros actos y nuestros pensamientos. El problema doble es que, en temas abstractos donde no hay pruebas concluyentes de un lado ni del otro, o donde todo se reduce a una cuestión meramente subjetiva, no volvemos expertos fabuladores.

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El temas abstractos, de hecho, ni siquiera hay una receta correcta para someter a análisis lo que pensamos. En asuntos en los que hay evidencias sólidas siempre podemos sumergirnos en ensayos y artículos (si bien en ese caso hay que andar con pies de plomo porque podemos tender a leer solo los textos que refuercen nuestros prejuicios), pero en asuntos abstractos entonces los libros y los ensayos solo son extensas opiniones.

Además, aún en el caso de que existan textos capaces de esclarecer asuntos confusos, vivir de esa forma resulta un tanto improductiva: para casi cualquier tema deberíamos invertir días, semanas o meses de estudio concienzudo. Finalmente, una vida normal en la que apenas disponemos de tiempo libre para profundizar en tamaña variedad de asuntos nos condenan a levantar los hombros y asumir “no lo sé” cada vez que se abra un debate espontáneo frente a nosotros. Sea como fuere, afortunadamente debatir sirve para un montón de cosas que no son intuitivas en un primer momento.

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