Como toda otra profesión, la de científico e investigador también tiene algo de gremial, de gregario y hasta de “coleguil”.
Los mejores científicos y pensadores de todas las épocas de la historia, habida cuenta de la lisura mental que les rodeaba (y amén de la dificultad a la hora de encontrar personas con sus mismas inquietudes) han tendido a formar asociaciones o clubes más o menos secretos, más o menos exclusivos. Desde la Mesa Redonda del Hotel Algonquin hasta los Apóstoles de Cambridge, pasando como el Círculo de Bloomsbury.
Y bueno, tampoco nos engañemos, sea tópico o no, muchos científicos no tienen precisamente don de gentes y se sienten un poco extraterrestres cuando hablan con gente que no se dedica a su disciplina. Silicon Valley, por ejemplo, está lleno de personas con síndrome de Asperger a las que se les da muy bien los ordenadores. También recuerdo haber leído una anécdota de Watson, el codescubridor de la doble hélice del ADN junto a Crick, que reza más o menos así: cuando su editor le llamó exasperado a propósito de un libro que pretendía publicarle sobre el tema, le dijo explícitamente que debía reescribir el libro de forma más divulgativa, tal y como habla la gente en la calle. Al regresar a la cafetería de la universidad, Watson, confundido, preguntó a sus colegas: ¿alguien sabe cómo habla la gente de la calle?). (Por cierto, arriba podéis ver a los desgarbados Watson y Crick).
A su condición geek y nerd se suma, en ocasiones, que los científicos son un poco feos y/o exhiben un look bastante anodino (eso no significa que no haya científicos atractivos o sexys, como Brian Cox o el físico E. Schrödinger, ganador de premio nobel de física en 1933, pero son los menos). Aristóteles y Arquímides y Alejandro presentaban una estatura por debajo de la media. Esopo, Giotto, Newton y Pope mostraban deformidades. Dante, Maquiavelo y Kant tenían la cabeza deformada. Byron, Humboldt y Donizetti, frente huidiza. Milton, Cuvier y Gibbon eran hidrocéfalos. Esopo, Aristóteles, Demóstenes, Darwin y Virgilio, tartamudos. Y Beethoven, Descartes, Kant, Copérnico, Shakespeare, Pope, Galileo y Spinoza no dejaron su impronta genética, ergo no tuvieron descendencia o ni siquiera contrajeron matrimonio.
Sea como fuere, continuación, os muestro una lista de los clubes de científicos para científicos que me han parecido más curiosos, o al menos de algunos a los que, humildemente, me hubiera gustado asistir como mero oyente.
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La Sociedad Lunar de Birmingham. Fue una asociación informal de finales del siglo XVIII y principios del XIX en la que se daban cita las principales figuras culturales de la nueva era industrial: James Watt (inventor de la máquina de vapor), Erasmus Darwin (fisiólogo y poeta), Josiah Wedgwood, Joseph Priestley (químico) y Benjamin Franklin.
Se reunían las noches de luna llena de forma que pudieran ver el camino de vuelta a casa después de las noches de “cena y un poco de risas filosóficas”, que en ocasiones también incluía algún tipo de demostración experimental.
Ellos se autodenominaban como “lunáticos”. Las reuniones se llevaban en la casa de Erasmus Darwin, la de Matthew Boulton, la Soho House, o en el Great Barr Hall.
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El club del Fantasma. Concebido por el científico victoriano Charles Babbage, se dedicaban a reunir pruebas a favor y en contra de los espíritus ocultos. Más tarde, formarían otro grupo llamado Los extractores. El joven Babbage incluso intentó demostrar la existencia del diablo realizando una invocación en el sótano de su casa, para lo cual dibujo un círculo con su propia sangre. Acordó con un amigo que aquél que falleciera primero se le aparecería al otro como fantasma.
En la próxima entrega de esta serie de artículos os contaré más cosas sobre otro puñado de clubes de científicos para científicos.
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