Esta entrada viene en parte motivada por una lectora de Xataka Ciencia que, a través de mi Twitter, me ha interpelado machaconamente acerca de la toxicidad de la leche para el organismo humano. Sin embargo, lo que voy a exponer a continuación puede extrapolarse a cualquier tipo de tecnología, ya sean las antenas para móviles o el café.
Además de que las personas que se alarman sobre los supuestos peligros de dichas tecnologías (la leche incluida) suelen barajar estudios de dudosa procedencia (en el mejor de los casos) o simples anécdotas personales (en el peor), todavía no han logrado entender que resulta imposible probar una realidad negativa, esto es, por ejemplo, la exigencia de que se demuestre que determinada tecnología no genera ningún perjuicio.
Las evidencias científicas de cómo funciona el mundo nos aporta conocimiento de gran calidad acerca de las razones por las cuales debemos afirmar que una tecnología es segura, pero evidentemente esto no es la última palabra: la ciencia, para progresar, necesita de la falsación, de la continua autocorrección.
En román paladino: yo, ni nadie, puede demostrar que la leche no es perjudicial para el ser humano, al igual que no puedo demostrar si existen vacas que vuelan. O la tetera de Russell. O el Monstruo del Espagueti Volador. Es decir, la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia.
Este pequeño click en la manera de abordar la realidad es tremendamente simple, pero resulta revolucionario, hace poco que lo practicamos, y nuestros cerebros prehistóricos tienen serias dificultades en aplicarlo a nuestra vida cotidiana.
Siguiendo con el caso de la leche: las personas sanas pueden consumir leche sin perjuicio alguno. Lo que no significa que la leche sea radicalmente segura, pero ¿qué lo es? Abunda en ello Tom Standage, director editorial de contenidos digitales de The Economist, en Este libro le hará más inteligente, editado por John Brockman:
Todo cuanto podemos hacer es volver a buscar el daño o el perjuicio al que le estemos siguiendo la pista, haciéndolo esta vez de manera distinta. Y si continuamos viéndonos en la imposibilidad de hallarlo tras procurar dar con él de todas las formas que alcance uno a imaginar, la cuestión seguirá abierta: “la falta de pruebas de un daño dado” implica a un tiempo que la situación en sí es “todo lo segura que quepa pensar” pese a que “sigamos sin tener la absoluta certeza ed si es o no enteramente inocua”. Cuando señalan este extremo, es muy frecuente que se acuse a los científicos de destrozar la lógica. Sin embargo, resultaría inmensamente beneficioso para el discurso público que se divulgara lo máximo posible la comprensión de que resulta posible mostrar que algo es positivamente peligroso pero no que sea radicalmente seguro.
Decía Max Planck que “los experimentos son el único medio de conocimiento a nuestra disposición. El resto es poesía, imaginación”. Pero el método científico sigue confinado en laboratorios y otros ambientes estrictamente académicos. Fuera de ellos es un rara avis, una mutación intelectual todavía muy nueva y minoritaria.
Así pues, la inducción carece de la certeza del conocimiento que garantizan las disciplinas deductivas como la lógica y las matemáticas. El mejor intento para superar estos límites fue la falsación, creada por el filósofo austríaco Karl Popper. En pocas palabras, la falsación consiste en refutar una teoría concreta (una forma de inducción) y no en demostrarla. Como la confirmación es lógicamente inalcanzable, hay que refutar algo con certeza para acercarnos progresivamente a la confirmación.
Finalmente, si os interesa profundizar en el tema de la leche, os recuerdo que en Xataka Ciencia lo abordamos con cierta amplitud en El mito de que la leche es mala para la salud (I) y (II).
Pero si os habéis quedado con ganas de seguir tirando del hilo de cómo funciona la ciencia y cuán cualitativamente superior es la ciencia a la intución, la opinión o la experiencia personal, tal vez os apetezca recuperar el artículo: ¿Por qué somos tan estúpidos?
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