Hay cosas que todavía no tienen palabras para ser designadas. Hay palabras que necesitan ser acuñadas. Por ejemplo, hasta hace poco, la sensación vaga e incómoda que nos invade al sentarnos en una silla que conserva aún el calor del trasero de quien la había estado ocupando no tenía palabra para ser designada. Gracias a Douglas Adams (autor de la desopilante Guía del autoestopista galáctico) y su texto The Deeper Meaning of Liff, ahora los ingleses ya tienen esa palabra: Shoeburyness.
Eso lo hacen también estupendamente en la serie de televisión Cómo conocí a vuestra madre. Una de las mejores acuñaciones de la serie fue la de revértigo. El término se refiere a la sensación de cambiar cómo somos cuando nos encontramos con alguien del pasado que hacía mucho que no veíamos: si es alguien del colegio, no podemos evitar comportarnos un poco tal y como éramos en aquella época, con esa persona.
A propósito del ateísmo, un grupo bastante amplio de intelectuales ha decidido hacer algo similar: inventar una palabra que defina mejor la posición científica, naturalista y atea frente a la realidad. Una buena razón para ello es que la mayoría de la gente con la que discutes sobre Dios y se declara agnóstica, en realidad resulta que es atea, pero no lo sabe. Muchos agnósticos, pues, son ateos mal informados. Entre otras cosas, quizá se deba a que la palabra agnóstico (no sé si dios existe o no) parece más razonable y humilde que la palabra ateo (etimológicamente, sin Dios).
En realidad, un ateo no niega la existencia de Dios (al menos, la niega con la misma energía que niega la existencia de Supermán). Lo que sostiene un ateo, en realidad, es que la existencia de Dios no es necesaria para entender la realidad (o que añadir a Dios en nuestra teoría sobre la realidad no aporta nada: si no sabemos quién creó el mundo y respondemos que Dios, ¿quién creó a Dios? ¿Otro Dios? Finalmente, sustituimos el “no sé qué creó el mundo” por otra palabra, “Dios”, pero esencialmente significan lo mismo). Dicho de otro modo: la hipótesis “Dios” es innecesaria. Planteárselo es una pérdida de tiempo si queremos iniciar cualquier investigación sobre las leyes de la naturaleza. Dios es como Supermán o Papa Noel.
Así que, como os decía, hay un movimiento para que los ateos dejen de autodeclararse ateos a fin de declararse bright. Bright (agudo, brillante) invoca la luz de la razón encendida por la Ilustración. Se basa en una visión clara, naturalista, escrutable del mundo, que se opone a la visión oscura, obtusa y no escrutable de la visión sobrenatural o mística (los creyentes de cualquier religión).
El término fue iniciado por el biólogo Paul Geisert, quién acuño el término, y Mynga Futrell en 2003 para promover una nueva denominación genérica con connotación positiva para todos aquellos que tienen una filosofía naturalista libre de elementos sobrenaturales o místicos. El movimiento ganó publicidad a través de artículos como el de Richard Dawkins en The Guardian y Wired.
En EEUU, el gran popularizador de la palabra ha sido el filósofo Daniel C. Dennett, del que os recomiendo encarecidamente su libro Romper el hechizo.
Durante el primer año se registraron más de 10.000 personas repartidas por 85 países.
Tal y como señala Piergorgio Odifreddi en su libro Elogio de la impertinencia:
Tanto Dawkins como Dennett subrayan que los no creyentes son mayoría entre los científicos: para ser más precisos, el 60 %, llegando incluso al 93 % entre los miembros de la Academia de Ciencias estadounidense. Lo cual demuestra, si fuera necesario, que identificarlos como brights es justo, porque cuanto más inteligente y brillante se es, menos se resulta creyente y crédulo (o, si se prefiere, cretino). No asombra, pues, que a la apelación de los brights hayan respondido también algunos premios Nobel, del físico Shelton Glashow al biólogo Richard Roberts.
En cualquier caso, aspirar a convertirse en bright empieza a ser una necesidad imperiosa independientemente de las creencias religiosas, habida cuenta del panorama de la ciencia en todo el mundo. Sobre todo si atendemos a las encuestas llevadas a cabo por el doctor Jon D. Miller, un político científico que dirige el Centro de Comunicación Biomédica de la Northwestern University Medical School.
A pesar de que, cada vez más, el conocimiento científico se amplía, el conocimiento de la gente de la calle sobre ciencia parece empobrecerse, sobre todo en países líderes en investigación científica como Estados Unidos, donde los ciudadanos adultos no entienden en general qué son las moléculas; menos de un tercio saben que el ADN es clave en la herencia genética; solo un 10 por ciento sabe lo que es la radiación, y uno de cada cinco estadounidenses adultos piensa que el Sol gira alrededor de la Tierra (una idea que fue descartada por la ciencia en el siglo XVII).
Y si ser brights no sirve para resolver la situación, al menos puede funcionar como un interesante club social, al estilo MenSa.
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