Algunos pensamientos de científicos escépticos (II)

Algunos pensamientos de científicos escépticos (II)
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A mucha gente Albert Einstein le parecía un hombre tan inteligente que, todo lo que salía por su boca, parecía que fuera una verdad revelada. Por eso muchos creyentes siempre buscaron en sus palabras algún rastro de creencia en lo místico o religioso.

Pero Einstein siempre mantuvo que lo milagroso del orden natural era la falta de milagros, y que su funcionamiento se ceñía a unas regularidades asombrosas. Para los que todavía duden de la fe de Einstein, él mismo se dedicó a aclararlo en una carta el 24 de marzo de 1954:

Era mentira, por supuesto, lo que leyó usted sobre mis convicciones religiosas, una mentira que se repite sistemáticamente. Yo no creo en un Dios personal; es algo que no he negado nunca, sino que lo he expresado claramente. Si dentro de mí hay algo que se pueda llamar religioso, es la admiración ilimitada a la estructura del mundo en la medida en que puede revelarla nuestra ciencia.

La Nobel de Literatura de 1921 Anatole France, si bien no es científica de profesión, sin duda tiene una mente científica y escéptica, como pone de manifiesto en su libro El jardín de Epicuro (respetuoso guiño a uno de los fundadores griegos del escepticismo):

Si a un observador de espíritu verdaderamente científico se le llamase para certificar que la pierna cortada de un hombre renació súbitamente en una piscina o fuera de ella, seguramente no diría: “es un milagro”. Diría: “Una observación hasta hoy única induce a creer que en circunstancias todavía indeterminadas los tejidos de una pierna humana tienen la propiedad de renacer, como las pinzas de las langostas, las patas de los cangrejos o el rabo de los lagartos; pero más rápidamente. (…) Procede esta contradicción de nuestra ignorancia, y claramente vemos que se debe rehacer la fisiología de los animales, o mejor dicho, que aún no se ha hecho. Apenas si data de doscientos años la idea de la circulación de la sangre. Apenas hace un siglo que sabemos lo que es la respiración.

El sabiondo y escéptico Henry Louis Mencken, si bien estaba muy tentado por el eugenismo y el darwinismo social, hizo grandes aportaciones contra los fundamentalistas bíblicos y otros fanáticos cuyo empeño era prohibir el alcohol y la enseñanza del evolucionismo:

Pero ¿en qué lugar del mundo hay un hombre que venere hoy a Júpiter? ¿Y qué decir de Huitzilopochtli? En un solo año (y esto sucedió hace apenas cinco siglos) sacrificaron en su honor a cincuenta mil jóvenes y doncellas. Hoy nadie lo recuerda, excepto quizá algún salvaje errabundo perdido en la inmensidad de los bosques mexicanos. Huitzilopochtli, al igual que muchos otros dioses, no tenía un padre humano: su madre era una viuda virtuosa y lo engendró tras un coqueteo aparentemente inocente que mantuvo con el Sol. (…) Damona, y Esus, y Drunemeton y Silvina, y Gannos, y Mogons. Todos ellos dioses poderosos de su época, venerados por millones, llenos de exigencias e imposiciones, capaces de atar y desatar, todos ellos dioses de primera categoría. Los hombres trabajaban durante generaciones para construirles templos gigantescos, templos con piedras grandes como carreteras. El negocio de interpretar sus caprichos ocupaba a miles de sacerdotes, obispos y arzobispos. Dudar de ellos equivalía a morir, generalmente en la pira.
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