
Otro tipo de árboles son los hipertrofiados baobab de Madagascar, que parecen una broma de la naturaleza, un árbol concebido por un pintor surrealista pasado de vueltas; los árboles con los que soñaba el Principito de Saint Exupèry.
Su aspecto es el de una botella irregular y llena de nudos, forma extravagante que adopta a partir de los 200 años de edad. También recuerda vagamente a un paraguas. Sus semillas poseen una cubierta tan dura que sólo pueden germinar tras pasar por los potentes ácidos gástricos del papión. Sobre las semillas, la leyenda también cuenta que si se bebe el agua en la que se ha sumergido semillas de baobab, entonces quedas protegido del ataque de los cocodrilos; tal vez un don escasamente útil en una gran ciudad pero muy valorado en muchos lugares de África. Por el contrario, quien ose arrancarle una flor a un baobab, morirá devorado por un león.
Leyendas aparte, lo cierto es que del baobab nace un fruto muy rico en fibra, con las hojas del baobab también se hace sopa, y con su corteza se fabrican cuerdas. Y su cualidad más importante, a tenor de las zonas desérticas donde suele prosperar, es que el baobab puede almacenar hasta 6.000 litros de agua. Tenedlo en cuenta si os perdéis en el desierto.
El bar-árbol se encuentra en la provincia de Limpopo, en el norte de Sudáfrica, a 500 kilómetros de Johanesburgo. Tiene una altura de 22 metros y su tronco tiene una circunferencia de 48 metros: serían necesarios 40 adultos con los brazos extendidos para rodearlo. Este baobab nació antes que las pirámides de Egipto, pues su edad se estima en unos 6.000 años. A pesar de que el tronco del árbol está hueco para albergar el bar y a su clientela (los techos tienen 4 metros de alto y posee asientos para 15 personas), las paredes tienen hasta 2 metros de espesor. También está provisto de su propia bodega, con ventilación natural para mantener las bebidas frías.
En cierto modo se parece al arte de los bonsáis, pero su fin no es obtener árboles miniaturizados sino esculturas vivas o simplemente mobiliario casero, como sillas o mesas. La técnica se remonta a muchos siglos atrás, cuando los druidas ya moldeaban la naturaleza como si fuera plastilina para construir templos circulares con el método de trenzado de ramas. También se usó para levantar casas, empleando un compuesto de arcilla y paja para cubrir los huecos y servir de aislante para la humedad.