
Albert Hoffman, descubridor del LSD, la sustancia psicotrópica por antonomasia de la contracultura norteamericana, describe su primera experiencia con su síntesis química a lomos de su bicicleta, mientras recorría el camino diario de la universidad a su casa. Este itinerario, que siempre se había desarrollado en un ambiente de paz y connotaciones bucólicas como las que sólo pueden desprender los paisajes suizos, allí donde Heidi paseaba con Pedro y las cabras, o donde Julie Andrews corría y cantaba en Sonrisas y lágrimas, de repente se había convertido en una montaña rusa de colores y sonidos que Hoffman narra de tal forma que nos parece estar leyendo un relato de terror.
Al entrar en el jardín de Las Pozas, experimentaréis una sensación parecida. Pero sin necesidad de que os alojéis bajo la lengua un secante impregnado con 200 microgramos de ácido lisérgico. Entrar en este jardín es colarse por la puerta del conejo y aparecer en el universo de Lewis Carroll sin necesidad de ponerse gafas de efecto 3D.
Tras su viaje-huída, acompañado siempre de su mascota, una boa constrictor, James acabó recalando en unas cascadas de especial belleza, las del arroyo de La Conchita. Mientras estaba nadando desnudo en sus cristalinas aguas, de repente vio un espectáculo natural que le cambió la vida. Por la cañada había contemplado el descenso de una gran nube de mariposas monarca, que cubrió el cielo, pintándolo de colores parpadeantes. Invadido por la belleza natural del lugar, entonces, decidió adquirir 40 hectáreas de selva para construir su propia visión distorsionada y surrealista de la naturaleza, la suerte de jardín del edén psicotrópico que siempre había tenido en mente.
Así pues, en la sierra Huasteca, al sur del estado mexicano de San Luis de Potosí, junto al río Santa María, en Xilitla, emprende la construcción, con al ayuda de trabajadores huastecos, de un santuario entreverado de vegetación que parece el escenario de un cuento de hadas. El jardín surrealista de Las Pozas.
Es como si James hubiera empleado los elementos típicos que conforman un edificio cualquiera, como son ventanas, puertas, pasillos o escaleras, pero disponiéndolos todos de forma caótica y sin lógica, como si un huracán los hubiera esparcido todos por doquier. En uno de los muros de la casita que Edward James habitó por temporadas, él mismo escribió: Mi casa tiene alas y, a veces, en la profundidad de la noche, canta.
Por cierto, en las proximidades hay un hotel que se llama El Castillo que también fue propiedad de Edward James y que fue diseñado por el mismo arquitecto que le prestó su ayuda en Las Pozas, Eduardo Gastélum.
Así es la vanguardia del arte.