Avances de la ciencia que fueron malos, pero luego buenos… o las dos cosas a la vez (II)

Avances de la ciencia que fueron malos, pero luego buenos… o las dos cosas a la vez (II)
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En el ámbito de medicina podemos encontrar un caso clásico de consecuencias no intencionadas. La medicina, en su afán por hallar cada vez más conocimientos que mejoren la vida de la gente, tuvo que aumentar ostensiblemente el número de autopsias. Algo que, a su vez, provocó la pérdida de miles de vidas. Argumento del que próximamente se estrenará una película del director John Landis: Burke y Hare.

Sin salir de la medicina, en el caso de los partos apareció un invento aparentemente positivo: los fórceps. Los fórceps no son más que unas sencillas pinzas metálicas que permiten dar la vuelta al niño dentro del útero para sacarlo como es debido: la cabeza primero. De esta manera se evitaba poner en peligro la vida del niño y de la madre.

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Pero las mágicas pinzas no salvaron tantas vidas como creemos en el pasado. Se cree que los inventó un obstetra llamado Peter Chamberlen, a principios del siglo XVII. Pero millones de vidas murieron… porque no se usaron. No es que los médicos tuvieran manías extrañas hacia estas pinzas, sino que Chamberlen mantuvo en secreto su hallazgo por simple codicia. Un ejemplo elemental y un poco tonto de cómo el uso de un invento determina los efectos del invento y no la invención en sí.

En el mundo de la agricultura encontramos un caso de pez que se muerde la cola. Simplificadamente, la cosa es así: cuantos mayores avances se dan en la agricultura, más gente puede alimentarse. Cuanta más gente puede alimentarse, más gente hay con el tiempo, de modo que los avances en la agricultura acaban siendo insuficientes y hay que buscar otros mejores. Y así ad infinitum.

El avance de la agricultura, en varias ocasiones de la historia, parecía condenado al fracaso. Parecía imposible que se pudiera inventar algo más que diera de comer a tantísimas bocas. En 1850, la población mundial había aumentado a 1.300 millones de personas. En 1950, 2.600 millones.

¿Cuál fue el milagro? Algo aparentemente insignificante: el nitrato de amonio. Un fertilizante asombrosamente barato y eficaz para los cultivos. El nitrato de amonio alimenta al mundo. Según el economista Will Masters, si esta sustancia desapareciera de repente de la Tierra:

La dieta de la mayoría de la gente se reduciría a montones de granos de cereales y tubérculos, y los productos animales y las frutas quedarían solo para ocasiones especiales y para los ricos.

Visto en perspectiva, pues, ¿tenía algún sentido esta carrera ciega en busca de mayor productividad agrícola que, a su vez, producía más presión agrícola? Lo tenía. La revolución agrícola permitió dejar libres las manos de millones de personas que se dedicaron a impulsar otra revolución: la industrial. Otro cantar sería si la revolución industrial tiene algún sentido. Quizá lo sepamos dentro de unos siglos. Quizá nunca.

En la próxima entrega de esta serie de artículos sobre la ambivalencia de algunos avances os hablaré de la caza de ballenas y otras cosas.

Vía | Superfreakonomics de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner

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