¿Por qué nos gustan las Superbellezas? (I)

¿Por qué nos gustan las Superbellezas? (I)
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Se ha escrito mucho sobre estética, sobre lo que nos parece bello o no, incluso los críticos de arte se atreven a determinar lo que es bello o no. Hay asignaturas en la universidad dedicadas exclusivamente a desgranar aspectos históricos, sociológicos y hasta psicológicos sobre la belleza.

Pero hasta hace bien poco nadie se ha preocupado de estudiar la belleza desde el punto de vista de la epigenética. Hasta hace pocos años, ningún filósofo del mundo ha buscado las reglas epigenéticas que afectan a las artes con los métodos de las neurociencias y la psicología cognitiva.

Un estudio pionero en “bioestética” fue publicado en 1973 por la psicóloga belga Gerda Smets, que pidió a diferentes personas que contemplaran dibujos de varios grados de complejidad mientras ella registraba los cambios en las pautas de sus ondas cerebrales. Cuanto más desincronizadas están las ondas alfa, mayor es la excitación psicológica que los sujetos advierten de manera subjetiva.

Lo que Smets descubrió con esta serie de experimentos fue que existía un fuerte pico de respuesta cerebral cuando la redundancia (repetición de los elementos) en los dibujos era de alrededor del 20 %. Es decir, el orden equivalente que podemos encontrar en un laberinto sencillo, en dos vueltas completas de una espiral logarítmica o en una cruz de brazos simétricos.

O dicho de otro modo: el efecto del 20 % de redundancia es innato. Los niños recién nacidos miran durante más tiempo dibujos que tienen aproximadamente la misma cantidad de orden.

Esta predisposición genética, por ejemplo, es la que ha provocado que a lo largo de la historia de la humanidad haya un parecido inquietante con diseños abstractos usados en todo el mundo en frisos, enrejados, logotipos, colofones y diseños de banderas.

Se aproximan asimismo en orden y complejidad a las pictografías del chino, el japonés, el thai, el tamil, el bengalí escritos y otros lenguajes asiáticos egipcios y mayas. Finalmente parece probable que algunos de los productos más estimados del arte moderno caigan cerca del mismo nivel óptimo de orden, como ilustra la “oeuvre” de Mondrian.

Ahora analicemos lo que nos parece bello en el rostro de una persona. Se sabe, por ejemplo, que las composiciones fotográficas de muchas caras fundidas en una sola se consideran más atractivas que la mayoría de las caras individuales observadas por separado. Es decir, que la belleza facial ideal parece ser la condición promedio para la población en su conjunto.

Pero nuevos estudios realizados en 1994 demostraron que esta idea es sólo parcialmente cierta: resulta más atractiva la fusión de caras que han sido catalogadas como bellas previamente que la fusión de caras sin selección previa.

Cuando miramos una cara, también le damos más importancia a determinados aspectos que a otros. Y cuando estos aspectos se exageran artificialmente, el atractivo aumenta (ahí podemos ver la fiebre por el photoshop de numerosos modelos y actores de cine).

En una mujer, por ejemplo, los rasgos que se consideran más atractivos son los pómulos relativamente altos, la mandíbula delgada y los ojos grandes en relación al tamaño de la cara. Luego hay otra proporción áurea proporcionada por Pamela Pallett, de la Universidad de San Diego, y Kang Lee, de la Universidad de Toronto: la distancia vertical entre los ojos y la boca debe ser del 36 % de la longitud de la cara; y la distancia horizontal entre sus ojos debe ser del 46 % de la anchura del rostro.

En la próxima entrega seguiremos analizando la belleza femenina en busca de las reglas epigenéticas que subyacen a nuestra idea de estética.

Vía | Consilience de Edward O. Wilson

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