¿Por qué la gente se siente tan orgullosa de su país? Y la autodeterminación 'kleenex'

¿Por qué la gente se siente tan orgullosa de su país? Y la autodeterminación 'kleenex'
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Si ahora se me ocurriera criticar a España (o cualquier otro país), enseguida recibiría algún comentario poniéndome en vereda, como si hubiese ofendido particularmente a una persona. La gente puede decir que no se siente española o de cualquier otro país, aunque en su DNI diga lo contrario. Si se quema una bandera, a pesar de que solo es un trapo pintado, se exacerbarán los ánimos (de hecho, en muchas naciones está prohibido quemar banderas; no así, irónicamente, en Estados Unidos, uno de los países más patriotas del mundo).

¿Por qué lo que es una simple división administrativa provoca una adhesión emocional tan profunda? ¿Por qué siento cierto compadreo con alguien que ha nacido o ha sido incluido en el registro civil de la zona geográfica en la que yo resido cuando ni siquiera me llevo bien con el vecino del quinto y no conozco de absolutamente nada a los millones de habitantes de mi país? ¿Por qué un equipo de fútbol, o de cualquier otro deporte, gana un partido siento que el partido lo he ganado yo cuando no me he movido del sofá y ni siquiera he contribuido económicamente en el adiestramiento del jugador? ¿Por qué pasa lo mismo cuando un actor de mi país gana un Oscar?

Analizado desapasionadamente, la respuesta a todas estas preguntas resultan complejas. De hecho, leído todo de corrido, convendréis conmigo que parece que el sentimiento nacional o grupal es completamente irracional. Sin embargo, este sentimiento hunde sus raíces en lo más profundo de nuestra evolución y se traduce en lo que los biólogos han calificado como “elección por parentesco”, “aptitud inclusiva” o “altruismo nepotista”. Y es tan poderoso que si nos convencen de que las personas que tienen los ojos azules son mejores que las que tienen los ojos oscuros, enseguida los Azules se aliarán contra los Oscuros (como podéis ver en este documental). Por eso el sentimiento nacionalista, además de poderoso, es endiabladamente peligroso si se fomenta con malas artes.

La selección natural favorece cualquier gen que predisponga a un organismo a sacrificarse por un pariente consanguíneo, siempre que el beneficio para el pariente, descontado el grado de parentesco, sea superior al coste para el organismo. La razón es que los genes ayudarían a obtener copias “de sí mismos” en los cuerpos de estos parientes y tendrían ventaja a largo plazo respecto a sus alternativamente egoístas.

Yanomami

Yanomami

No es que nuestro cerebro calcule minuciosamente las ventajas exactas de ayudar al prójimo emparentado con nosotros, en el sentido aritmético en el que ironizaba el biólogo evolutivo J. B. S. Haldane cuando fue preguntado por si daría su vida por su hermano, y respondió: “No, pero sí por dos hermanos u ocho primos”. En realidad nuestro organismo sólo está predispuesto a plantearse objetivos que ayuden a organismos susceptibles, estadísticamente hablando, de ser sus parientes genéticos, aunque no lo sean estrictamente. No importa que exista un parentesco real, lo que importa es la percepción de parentesco.

Para que se entienda mejor esto pondré un ejemplo conocido por todos: si sentimos deseo sexual y eyaculamos lo hacemos para intercambiar segmentos de nuestro ADN con el sexo contrario, sin embargo somos capaces de eyacular en un kleenex simplemente imaginando que estamos con alguien del sexo contrario, aunque no sea verdad. Hackear nuestras predisposiciones biológicas, pues, no resulta tan difícil, presumiblemente porque lo importante es sentir ese deseo: tarde o temprano intercambiaremos ADN aunque en muchas ocasiones no lo hagamos. Esta estrategia tan bruta funciona, y requiere menos recursos que, digamos, una minuciosa computación acerca de si lo que hacemos es eficiente a nivel evolutivo: lo importante es que sea medianamente eficiente, como os comentaba el otro día en La evolución no es perfección, sino 'satisficing' (satisfacer de manera suficiente).

Autodeterminación 'Kleenex'

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La cuestión es que durante períodos de tiempo muy prolongados, los seres humanos se han desarrollado en grupos de individuos de tamaño reducido, entre los cuales solían haber cierto grado de parentesco. La mayoría de nuestra historia evolutiva, pues, no solo ha tenido lugar en grupos pequeños de personas (nuestra nación), sino también entre personas que compartían ADN con nosotros (familia). Es algo que podemos incluso advertir en pueblos de cazadores-recolectores como los yanomami. Es decir, que si bien los grupos actuales (las naciones) son mucho más grandes, y están formadas por muchos individuos que no comparten ningún parentesco con nosotros, nuestro cerebro fue moldeado evolutivamente para gestionar el contexto de un grupo reducido y emparentado: hace tan poco tiempo que vivimos en grandes grupos, comparativamente hablando, que nuestro cerebro sigue anclado en el pasado y no se ha adaptado al presente.

Abunda en ello el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro:

Entre los elementos que contribuyen a la percepción del parentesco están la experiencia de haber crecido juntos o de haber visto a la propia madre cuidar a la otra persona, las comidas comunitarias, los mitos de antepasados colectivos, las intuiciones esencialistas de la carne y la sangre comunes, las pruebas duras y los rituales compartidos, el parecido físico (a menudo potenciado por peinados, tatuajes, escarificaciones y mutilaciones) y metáforas como fraternidad, hermandad, familia, patria y sangre.

¿Os suenan todas estas cosas? Efectivamente, son la estrategias que siguen, consciente o inconscientemente, los dirigentes de un país para agudizar el nacionalismo, la pertenencia de grupo. Y son estrategias que funcionan en toda clase de grupos de personas. Por ejemplo, los militares se basan en estos trucos (tipo kleenex, si me permitís la terminología) para que los soldados se sientan parientes genéticos y asuman riesgos biológicamente previsibles de ello; incluso se esfuerzan en agrupar a los soldados en bandos de hermanos: destacamentos, pelotones y escuadrones de entre media docena y varias docenas de soldados. Según diversos estudios sobre psicología militar, los soldados combaten ante todo por lealtad hacia sus compañeros de pelotón. A este mismo nivel funciona el nacionalismo, que en realidad se subdivide en grupos más pequeños: el barrio, el bloque de edificios, etc., es en realidad en lo que se piensa cuando se piensa en el propio país: imaginar todo el crisol de ciudadanos que existe en una región, además de difícil, resulta contraproducente para mantener sólida la identidad nacional.

Un gobernante, una bandera, un ejército, un territorio, una lengua han acabado siendo equiparados cognitivamente con millones de individuos que viven en una región, aunque nada nos una entre sí a nivel genético. Además, este sentimiento de adhesión nacionalista no sólo guarda similitudes con una eyaculación en un kleenex, sino que a juicio de Pinker ni siquiera tiene sustento lógico:

Uno de los peligros de la "autodeterminación" es que, en realidad, no existe tal cosa como una "nación" en el sentido de grupo étnico y cultural que coincida con un trozo de propiedad inmobiliaria. A diferencia de las características de un paisaje de árboles y montañas, las personas tienen pies. Se desplazan a sitios donde hay más oportunidades y pronto invitan a sus amigos y parientes a que se les unan. Esta mezcla demográfica transforma el paisaje en un fractal, con minorías dentro de minorías dentro de minorías. Un gobierno con soberanía sobre un territorio que, según afirma, encarna una "nación" en realidad no encarnará los intereses de muchos de los individuos que viven dentro de ese territorio, al tiempo que tendrá un interés de "propietario" en individuos que viven en otros territorios. Si utopía es un mundo en el que las fronteras políticas coinciden con las fronteras étnicas, los dirigentes estarán tentados de llevar a cabo campañas de limpieza étnica e irredentismo.

Estos sentimientos han producido guerras y fricciones sociales durante siglos, a cambio de que los grupos de personas estuvieran más cohesionados, fuera o no real y justa esta cohesión. Ahora cabe preguntarse si, ante un escenario en el que movernos de un sitio a otro es más fácil que nunca y la tecnología de las telecomunicaciones (sobre todo Internet) nos permite confraternizar con cualquier persona del mundo), cabe preguntarse, repito, si dichos sentimientos causarán más beneficios que perjuicios y, en consecuencia, si debemos alentarlos o combatirlos.

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