Comida cultural: aprendiendo a comer cosas que no nos gustan

Comida cultural: aprendiendo a comer cosas que no nos gustan
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El universo gastronómico, para algunas personas, se reduce a lo que comían sus abuelos o a lo que sirven en el McDonalds. Sin embargo, basta con viajar un poco allende las fronteras para descubrir un universo gastronómicocultural que pone en evidencia hasta qué punto el ser humano es flexible en lo que considera aceptable para comer.

Por ejemplo, viajemos por un momento a una aldea del territorio Nunavut, en Canadá, donde podréis degustar, rodeados de alguna comunidad tradicional, platos tan repugnantes para muchos de nosotros como el cerebro de caribú o el corazón de foca. Aquí podéis leer algunos platos más, y la forma de elaborarlos y comerlos.

La razón de la existencia de esta comida tan extraña, además de económica, es cultural y geográfica: incluso en verano, la vegetación es escasa, y lo único que crece en la tundra es musgo y liquen. No obstante, los órganos son muy ricos en vitaminas.

Educación

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Pero ¿hasta qué punto podríamos educar a un occidental de una megolópolis consumir cosas como la membrana estomacal de un caribú? Una investigadora llamada Clara David llevó a cabo un famoso estudio al respecto en 1930, en el que a un grupo de bebés huérfanos se les ofrecía para comer un compuesto de 34 comidas completas diferentes.

En el menú, entre otras cosas, también se incluyó hígado, riñones, sesos, mollejas y médula ósea. No se procesaba nada, si acaso se molía o trituraba. El resultado fue muy llamativo, según explica Mary Roach en su libro Glup:

Los bebés evitaron el hígado y los riñones (así como las diez verduras, el eglefino y la piña), pero los sesos y las mollejas no aparecieron entre las comidas de menor aceptación. ¿Y cuál fue la más popular de todas? La médula ósea.

Sin embargo, una vez la cultura ha asentado nuestras costumbres, ya superada la fase de la infancia, resulta mucho más difícil que nos adaptemos a otra gastronomía, o que consideremos apetitoso aquello que resulta culturalmente repugnante, tal y como ha podido comprobar un equipo de antropólogos liderado por Margaret Mead y contratado por el Centro de Investigación Nacional (NRC).

Incluso lo que come una madre embarazada tiene influencia en el bebé, pues la leche materna y el líquido amniótico transportan los sabores de las comidas, y más tarde los bebés son más proclives a aceptar los sabores que han probado mientras estaban en el útero y mientras tomaban el pecho.

Otra opción es que la gente pruebe algo varias veces:

En una encuesta en tiempos de guerra realizada por un equipo de investigadores de hábitos de comida, solo el 14 % de las mujeres de una facultad aceptó que le gustara la leche evaporada. Después de servirla a las estudiantes dieciséis veces a lo largo de un mes, los investigadores volvieron a preguntar. Ahora el 51 % decía que le gustaba.

Con todo, no todas las culturas reaccionan por igual a la influencia de nuevos alimentos (y en consecuencia, no todas las culturas tienen tantos ciudadanos dispuestos a probar cosas nuevas). Los países en los que la familia es importante y la cocina está muy restringida por la tradición son más refractarios a las influencias gastronómicas, como es el caso de Japón, India o Colombia. En el lado contrario están Estados Unidos y Rusia, tal y como sugiere el consultor de marketing alimenticio Brian Wansink.

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