Haciendo el mapa de una enfermedad cuando ni siquiera sabes que la produce una bacteria

Haciendo el mapa de una enfermedad cuando ni siquiera sabes que la produce una bacteria
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Las enfermedades contagiosas saltan caprichosamente de un sitio a otro, de huésped a huésped, y si pudiéramos trazar sus movimientos con precisión, entonces generaríamos mapas del dolor, epicentros del mal, brotes peligrosos… todo ello información necesaria para atajar la enfermedad.

Sin embargo, este tipo de estrategia tardó mucho en llevarse a cabo, sobre todo porque nadie sabía que las enfermedades se transmitían mediante organismos invisibles al ojo desnudo. Por eso nadie en la Atenas del año 430 a. C. supo que la peste llegó a través del puerto de El Pireo, acabando con la vida de 1 de cada 4 atenienses.

Los habitantes de las urbes de Europa Occidental que fueron diezmados durante trescientos años a partir de 1350 por la peste tampoco supieron nunca de donde venía toda esa muerte y dolor.

Se llevaron a cabo algunas cuarentenas, básicamente para no mezclar la enfermedad con la salud, pero nadie adivinó que, generando mapas de contagio, se podía combatir más fácilmente la difusión de la enfermedad. Hasta que llegó el médico John Snow, célebre por su descubrimiento de la pauta de las muertes ocasionadas por el cólera durante el brote de Londres de 1854.

Snow, con la ayuda de un clérigo local, empezó a entrevistar a los habitantes de Londres, calle por calle, caso por caso, a fin de dibujar el modo el que la enfermedad se había propagado, tal y como explicar Edward Glaeser en su libro El triunfo de las ciudades:

Al examinar la distribución del mal, Snow se dio cuenta de que en el epicentro del brote se encontraba un pozo en concreto. De sus entrevistas concluyó: “En esta parte de Londres no se ha dado ningún brote en particular ni se ha propagado el cólera salvo entre quienes tenían la costumbre de beber agua de la bomba antes mencionada.” Los bebedores de cerveza del barrio no enfermaron; la capacidad del alcohol de matar a las bacterias acuáticas había ayudado a los habitantes de las urbes a combatir las enfermedades desde épocas muy anteriores.

El pozo descubierto por Snow había sido contaminado por un pozo negro próximo que contenía heces infectadas, así que al retirarse el accionador manual de la bomba, el brote remitió. Si bien Snow no entendió los orígenes bacterianos del cólera, sí consiguió determinada correctamente que la enfermedad estaba siendo transmitida por un elemento concreto.

La existencia de microorganismos fue conjeturada a finales de la Edad Media. En el Canon de medicina (1020), se planteaba que las secreciones corporales estaban contaminadas por multitud de cuerpos extraños infecciosos antes de que una persona cayera enferma, pero no llegó a identificar a estos cuerpos como la primera causa de las enfermedades. Las primeras bacterias fueron observadas por Anton van Leeuwenhoek en 1683 usando un microscopio de lente simple diseñado por él mismo.

Así que demos las gracias a Snow por abrir la veda del campo de la epidemiología moderna. Y más tarde a Robert Koch, que logró probar la teoría germinal de las enfermedades infecciosas tras sus investigaciones en tuberculosis, siendo por ello galardonado con el premio Nobel en Medicina y Fisiología, en el año 1905. Estableció lo que se ha denominado desde entonces los postulados de Koch, mediante los cuales se estandarizaban una serie de criterios experimentales para demostrar si un organismo era o no el causante de una determinada enfermedad.

En la foto que encabeza el artículo tenéis la replica de la bomba de agua situada muy cerca de la ubicación original, en Broadwick Street (la moderna Broad Street). Fue erigida en 1992 en memoria de John Snow.

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