Siente asco hacia ‘esa’ gente, o los peligros de las utopías (y II)

Siente asco hacia ‘esa’ gente, o los peligros de las utopías (y II)
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En la anterior entrega de este artículo os explicaba mis vergüenzas intelectuales de juventud. Todos tenemos un pasado. Casi veinte años después, y más de mil libros más tarde, puedo contemplar esas ideas no sólo como simplonas, sino como profundamente ineficaces para cambiar las cosas, e incluso para abrazar el confort.

No obstante, hay gente que aún continúa manteniendo esa clase de ideas, y que las mantiene hasta el día de su funeral, espoleados por una mezcla de enfado, miedo y asco por lo que consideran inferior o directamente no comprenden por la vía de la empatía.

Daniel Goldhagen, en su libro Peor que la guerra, una historia de los genocidios del siglo XX, establece que toda las causas de los genocidios son siempre las mismas, y pueden clasificarse en dos tipos: se deshumaniza al otro, o se demoniza al otro. Al grupo deshumanizado se le puede exterminar como si fueran alimañas, no sentimos compasión por ellos porque no son humanos (colonizadores europeos respecto a los pueblos indígenas, por ejemplo). En el caso de que se demonice al otro, se le considera un igual, un ser humano, pero se cree que está profundamente equivocado, que respalda una fe falsa o una herejía. También puede darse el caso de que vemos al otro deshumanizado a la vez que demonizado: el caso paradigmático son los nazis con los judíos.

Como decía Solzhenitsyn, para matar a millones de personas hace falta una ideología. ¿Por qué una ideología utópica desemboca tan a menudo en un genocidio? De nuevo Steven Pinker explica la razón en Los ángeles que llevamos dentro:

Aunque una verdadera utopía sea inalcanzable, la búsqueda de un mundo perfecto, ¿no debería procurarnos al menos un mundo mejor, uno que fuera perfecto en un 60 %, pongamos, o incluso en un 15%? A fin de cuentas, para lograr lo que vale la pena hay que intentar lo imposible (…) Las ideologías utópicas incitan al genocidio por dos razones. Una es que crean un cálculo utilitario pernicioso. En una utopía, todos son felices para siempre, por lo que su valor moral es infinito. La mayoría de nosotros coincidimos en que es éticamente aceptable desviar un tranvía descontrolado que amenaza con atropellar a cinco personas a una vía muerta donde mataría sólo a una. (…) Pensemos en las personas que se enteran de la promesa de un mundo perfecto pero que aun así se oponen a ello. Son sólo obstáculos en un plan que puede conducir a la bondad infinita. (…) El segundo riesgo genocida de una utopía es que debe ajustarse a un plan de acción ordenado. En una utopía, todo está ahí por alguna causa. ¿Y qué hay de las personas? Bueno, los grupos de personas son diversos. Algunos se aferran de forma obstinada, acaso esencial, a valores que en un mundo perfecto están fuera de lugar. Quizá sean emprendedores en un mundo comunitario donde todo se comparte, o les guste leer en un mundo marcado por el trabajo manual, o tengan mucho desparpajo en un mundo regulado por la piedad, o sean partidarios de clanes en un mundo unitario, o urbanos y comerciales en un mundo que ha vuelto a sus raíces en la naturaleza. Si diseñamos la sociedad perfecta en una hoja de papel en blanco, ¿por qué no descartar a esos engendros desde el principio?
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Liderar un mundo utópico precisa de alguien cruel, frío, metódico, narcisista, un dirigente poseído de la certeza de la rectitud de su causa y de la impaciencia por llevar a cabo reformas crecientes o ajustes a la carrera guiado por el feedback de las consecuencias humanas de sus planes megalómanos. Como Mao. Como Hitler. Como Tyler Durden. Como yo hace casi veinte años.

Esta clase de pensamiento, no obstante, también formó parte de un paradigma cultural que hasta hace apenas unas décadas no empezó a erosionarse y que podría resumirse, también, tal que así: el genocidio no es malo, siempre que no me afecte. La creencia en las bondades del genocidio fue algo que mantuvieron intelectuales de todas las épocas con tanta alegría como se creyó que la mujer o los niños no tenían tantos derechos como los hombres, o que los negros eran inferiores en general, o que la esclavitud no era algo moralmente reprobable. El premio Nobel de la Paz Theodore Roosevelt afirmó tal cosa en 1886: “No llegaré al extremo de pensar que los únicos indios buenos son los indios muertos, pero creo que es el caso de nueve de cada diez, y me gustaría estudiar a fondo el caso del décimo.”

En 1908, por ejemplo, alguien tan reputado como D. H. Lawrence escribió algo que podría haber rubricado punto por punto cuando yo apenas había abandonado mi nihilista y hormonada adolescencia:

Si me dejasen, construiría una cámara letal, grande como el Crystal Palace, con una banda militar tocando suavemente y un cinematógrafo funcionando a toda marcha; luego iría a los barrios pobres y a las calles principales y traería a los enfermos, los lisiados y los tullidos, los haría entrar amablemente, y ellos me sonreirían con un “gracias” cansado, y de la banda brotaría dulcemente el “coro del aleluya”.

Entre un 10 y un 15 % de la población americana, al ser encuestada sobre qué hacer con los japoneses tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial, respondió que la solución era el exterminio.

Según explica Pinker, nuestra conciencia de que el genocidio está mal, o que al menos no podemos dejar sin replicar afirmaciones monstruosas como las anteriormente transcritas, es tan reciente que da miedo. Es tan reciente que habría que recordarnos, una vez más, que el pasado era una mierda, y que vivimos, en general, en un mundo menos violento, más moral y más empático que en cualquier otra época de la historia de la humanidad:

El punto de inflexión se produjo después de la guerra. El idioma inglés ni siquiera contó con una palabra para el genocidio hasta 1944, cuando el abogado polaco Raphael Lemkin la acuñó en un informe sobre el dominio nazi en Europa que utilizarían un año después los fiscales en el Juicio de Nuremberg. (…) En 1948, Lemkin consiguió que la ONU aprobase una Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio, y por primera vez en la historia el genocidio fue un crimen con independencia de quiénes fueran las víctimas. (…) Los que hoy niegan el Holocausto al menos se sienten empujados a negar que se produjera. En siglos anteriores, los responsables de los genocidios y sus simpatizantes se enorgullecían de ello.
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