Siente asco hacia ‘esa’ gente, o los peligros de las utopías (I)

Cuando tenía 17-19 años, todavía bastante desorientado, y creyéndome seguramente más listo de lo que en realidad era, empecé a desarrollar una inquina muy profunda hacia la gente que no alcanzaba determinado nivel intelectual, que no era capaz de relativizar, evitar que el árbol no le dejara ver el bosque, ignorara cómo funcionaba el método científico, fuera capaz de reírse de todo lo intocable e incluso de sí mismo, y una larga lista arbitraria e idiosincrásica a la que englobaba en un término paraguas totalmente inventado: 'temperar' (Concepto que incluso dio para que escribiera una novela... pero ésa es otra historia).

Tanto creí en ello (seguramente alimentado por las conversaciones que mantenía con personas que se creían tan listas como yo), que incluso aspiraba, algún día, a mudarme a una isla con la gente con la que me entendía (que temperaba). Una isla privada, lejos de cualquier país, cuyo acceso estaría vedado a todo aquél que no superara una batería de tests que naturalmente confeccionaría yo mismo.

Por ejemplo: ¿vistes con la camiseta de tu equipo de fútbol por la calle? No entras. ¿Alguna vez te has envuelto en una bandera? Fuera de aquí. ¿Te fías de tus intuiciones? No hay sitio para ti. ¿Eres fan de Crepúsculo o similares? Media vuelta y adiós. ¿Alguna vez has participado en un baile coreografiado de moda en una discoteca? Vete a la mierda.

Era un modo tosco, injusto y profundamente ignorante de juzgar a los demás. Pero creía que, al menos, así evitaría toparme con determinadas personas que me hacían perder el tiempo, me minaban el alma y me hacían sentir como un abstemio en una orgía de borrachos. Cuánto me equivocaba. O no, quién sabe. Quizá tuviera algo de razón. Hoy en día, mi opinión al respecto es que sufría miopía empática, me dejaba llevar por un pragmatismo atroz que no me hacía realmente feliz y filtraba a la gente de un modo que no necesariamente me hacía conocer a las personas que realmente me satisfacían a largo plazo. Es decir, que aún sigo pensando parecido... pero con un millar de matices.

Todo el que se haya creído superior a los demás (o realmente lo sea, en el terreno que él considere oportuno), en alguna ocasión ha pensado cosas semejantes a éstas. Por ejemplo, hace poco se estrenó la película Armados y cabreados (God Bless America), en la que un tipo asqueado con el mundo, divorciado, despedido de su trabajo y con un tumor en su cerebro, decide coger una pistola y empezar a segarle la vida a todas las personas que se lo merecen en base a su estulticia. Al jurado de una suerte de American Idol, a esas pijas de dieciséis años de padres millonarios que, llenas de melindres, aspiran a tener la mejor fiesta de cumpleaños de la historia; gente así.

He de confesar que disfruté de la película. Tuvo algo de catártico. Pero también disfruto atropellando a todo el mundo en el GTA, y eso no significa que me parezca bien hacerlo en el mundo real.

Una de mis películas favoritas es El club de la lucha. Tengo orgasmos mentales cuando Tyler Durden se carga un New Beetle o las cintas de VHS de película Independence Day o larga cosas como “que se joda Martha Stewart”. Pero sé perfectamente que, en el mundo real, Tyler Durden no sería una solución a ningún problema social: destruir todo el planeta es solo una pataleta, no una solución. Podéis leer más acerca de las ideas inmaduras de Tyler Durden en Ser anormal no siempre es bueno... ser Tyler Durden, tampoco.

Y ahí reside el problema de las personas que se creen moralmente superiores y que aspiran a crear mundos utópicos. O sus alternativas son demasiado fantasiosas, en el mejor de los casos, o dado que son incapaces de hallar soluciones, deciden cortar por lo sano y destruir, matar y discriminar todo aquello que no está a su nivel, en el peor.

Los genocidios existen gracias a la capacidad del ser humano de convertir en no humanos a los individuos que no cumplen sus expectativas. Los individuos despreciados por mí, cuando eran joven, los tildaba de cucarachas; los genocidas de la historia han tildado a sus enemigos de ratas, serpientes, gusanos, piojos, moscas, parásitos, y, naturalmente, cucarachas. La idea que lo alimenta todo es: mata a esa gente peligrosa y nociva, y mátalos a todos para que no se reproduzcan masivamente como los animales empleados metafóricamente para señalarlos.

Como señala Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro, “no sólo aplicamos metáforas repugnantes a pueblos infravalorados desde el punto de vista moral, sino que tendemos a infravalorar moralmente a personas físicamente asquerosas.” Por ello, Lynn Hunt elaboró la siguiente teoría: un incremento de higiene en Europa provocó una disminución de los castigos crueles a las personas.

En la siguiente entrega de este artículo, seguiremos profundizando en los males que traen aparejados las utopías o las eugenesias, así como las razones que han producido todos los genocidios de la historia.

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