Viajar a demasiada velocidad no es bueno

Resulta asombroso comprobar que hasta hace muy poco el ser humano no era capaz de desplazarse con relativa rapidez por el mundo. Antes de que eso fuera factible, de hecho, los mensajes sí que lo hacían, que era como transportar una parte de uno mismo sin tener que despeinarse: mucho antes del telégrafo o las palomas mensajeras, por ejemplo, se llegaron a usar telégrafos ópticos consistentes en atalayas con fuegos, al estilo El señor de los anillos: Podéis leer más sobre ello en Recorriendo el fuego griego al estilo de ‘El señor de los anillos’ en plena guerra de Troya.

Además, viajar rápido no solo era imposible sino que se creía que resultaba perjudicial para la salud: en tiempos pretéritos, moverse rápido era el equivalente a viajar a la Luna.

Por ejemplo, en agosto de 1784, John Palmer creó un servicio de carruajes rápidos para el correo urgente entre Bath y Londres (una distancia de alrededor de 160 km), que reducía el tiempo de recorrido de 38 a 16 horas (unos tiempos en los que hoy en día, cualquiera de nosotros, podemos dar la vuelta al mundo). Sin embargo, en aquella época, un médico publicaría en Bath Argus: “El viaje regular a una velocidad tan prodigiosa provocará a buen seguro la muerte por apoplejía”.

Un siglo más tarde, los mismos temores se aducían a las velocidades mayores, con el advenimiento del ferrocarril. Por ejemplo, Dionysus Lardner, profesor de filosofía natural y astronomía del Colegio Universitario de Londres, publicó en 1830: “Viajar en ferrocarril a velocidad elevada no es posible porque los pasajeros, incapaces de respirar, morirían de asfixia.”

Un siglo después, de nuevo se repetían los mismos temores con velocidades mayores. John P. Lockhart-Mummery, miembro del Real Colegio de Cirujanos, en su libro de 1936 After US, advertía: “La aceleración que habrá de resultar del uso de cohetes dañará inevitablemente el cerebro sin posibilidad de curación.”

Tu radio vital

Durante la Edad Media, por ejemplo, la mayoría de la gente vivía, trabajaba, se casaba y moría sin alejarse nunca más de 30 kilómetros de su lugar de nacimiento, tal y como explica Matt Ridley en su libro El optimista racional.

Pero la mejor manera de ilustrar los cambios en la movilidad humana quizá es un estudio realizado por el epidemiólogo David Bradley (que también aparece en la obra de Ridley), que documentó los patrones de viaje de su bisabuelo, su abuelo, su padre y el suyo propio durante los 100 años anteriores a la década de 1990. El resultado fue el siguiente:

Bisabuelo: no salió nunca de un cuadrado de 40 por 40 km.

Abuelo: un cuadrado de 400 km.

Padre: viajó por toda Europa, cubriendo un cuadrado de 4.000 km.

El propio Bradley: se convirtió en trotamundos, cubriendo los 40.000 km de circunferencia de la Tierra.

A saber lo que nos esperan en el siglo XXI.

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