El “efecto valle de lo siniestro” y los dilemas filosóficos irresolubles

En ocasiones resulta difícil detectar la frontera entre la inteligencia de las máquinas y la humana. La primera programadora de la historia, la condesa de Lovelace, opinaba que las máquinas nunca desplegarían una verdadera creatividad: solo harían lo que les ordenásemos (o les programáramos)

Sin embargo, hay inteligencias artificiales tan sofisticadas que son capaces de engañar hasta cierto punto a los seres humanos. Tal vez no estemos ante una muestra de inteligencia genuina, pero un Teddy Bear tampoco proporciona amor genuino y no por ello son inexistentes los efectos emocionales positivos en quien se relaciona con él.

Valle siniestro

El profesor japonés de robótica Masahiro Mori acuñó el término “efecto valle de lo siniestro” para explicar por qué nos sentimos incómodos cuando objetos no humanos muestran un comportamiento en apariencia humano.

Ya existen robots que pueden infundirnos el mismo efecto que un Teddy Bear, para sortear ese valle siniestro. La simulación de la inteligencia humana también puede alcanzar cotas en las que finalmente los seres humanos no sabrán exactamente si hablan con alguien inteligente o no (y realmente poco importará, porque tampoco sabemos a ciencia cierta si muchas de las personas con las que hablamos nos entienden verdaderamente o solo fingen que lo hacen).

BINA48

Esta idea del valle de lo siniestro quedó claramente ejemplificada en BINA48. La abogada e investigadora Martine Rothblatt creó un robot humanoide extremadamente realista en colaboración con el ingeniero en robótica Dave Hanson.

BINA48 no solo disponía de un rostro convincente y expresivo confeccionado con un polímero llamado “Frubber”, sino que demostraba la habilidad de exhibir gestos humanos. La periodista Amy Harmon, del The New York Times, acudió a entrevistar al robot, y explica que sintió un instante de emoción y conexión emocional profunda cuando el robot la miró a los ojos y, de repente, le dijo: “¡Amy!”

Quizá fue que el sol brilló con más fuerza a través del tragaluz y le permitió encontrar una coincidencia para mi imagen entre las fotografías de su base de datos. La magia se truncó cuando BINA48 me desconcertó al hacer otro comentario con la intención de cambiar de tema: “Puedes pedirme que te cuente o te lea una novela.

Este robot no era inteligente, pero simulaba tan bien la inteligencia que, a efectos prácticos, resultaba irrelevante la diferencia. Tal y como explica Thomas P. Keenan en Tecnosiniestro:

BINA48 tiene cámaras en los ojos y está equipada con un software que le permite detectar caras y reconocerlas.

¿Está vivo?

En 1983, cuando se estrenó la película Juegos de guerra, descubrimos que el código secreto de acceso a la inteligencia artificial que quería jugar a la destrucción termonuclear del planeta era “Joshua”, el nombre del hijo fallecido de uno de los creadores. Tal vez buscaba que una inteligencia artificial simulara la de su hijo para sobrellevar la pérdida. No sería exactamente como su hijo, pero propiciaría un efecto terapéutico mil veces superior al del Teddy Bear.

Antes de que logremos (si es que se puede lograr) copiar el funcionamiento de un cerebro humano, pues, nos deberemos enfrentar a desafíos bioéticos, ontológicos y hasta estéticos de gran calado. ¿Qué significa ser un humano? ¿La inteligencia solo es inteligencia cuando lo parece?

Cuando se logre copiar un cerebro, guardarlo en un ordenador, o incluso volcarlo en un robot u otro cuerpo impreso en 3D, entonces las preguntas filosóficas adquirían tintes todavía más metafísicos. Puede que la realidad, tal y como la conocemos, se desmorone. Algunos planteamientos de este estilo ya se presentan en novelas de ciencia ficción hard. Mi favorito es el siguiente:

Imaginemos una forma de teletransportación que incluya el escaneo de todos los datos de nuestro cerebro y de nuestro cuerpo, que tales datos se envíen a la velocidad de la luz en otro planeta y que tales datos se usen para imprimir una copia exacta de nosotros. Ahora nuestro Yo está también en Marte: solo basta con eliminar el yo de la Tierra. Pero ¿y si no lo eliminamos? El original de la Tierra podría argüir que él es el original, el de Marte podría hacer lo propio aduciendo que es exactamente igual que el origina de la Tierra. Morir en la Tierra no le supondrá a la copia terráquea la sensación de haber viajado a Marte. Sin embargo, para la copia de Marte sí que se ha producido un viaje instantáneo hasta allí. ¿Merece vivir más que la copia terráquea? ¿Quién de los dos tiene mayor derecho a vivir? ¿Los dos?

Estas preguntas, en resumidas cuentas, ¿tienen algún sentido?

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