Tres razones por las cuales la cultura de la cancelación es ineficaz (y tres que demuestran que es contraproducente)

Como señalábamos el otro día, la cultura de la cancelación incluso ha alcanzado a académicos, como Steven Pinker, y 150 intelectuales ya han firmado una carta para tener derecho de discrepar sobre opiniones hegemónicas sin temor a ser condenados al ostracismo, entre los que se encuentran Noam Chosmky, Salman Rushdie o el propio Pinker.

Las intenciones de la cultura de la cancelación pueden ser loables. El problema es que sus consecuencias también pueden ser muy perniciosas, y no debemos recordar que los mayores desastres suelen proceder de políticas que persiguen el bien.

Tres razones

La cultura de la cancelación (del inglés original cancel culture) designa al fenómeno extendido de retirar el apoyo moral, financiero, digital y social a personas o entidades mediáticas consideradas inaceptables, generalmente como consecuencia de determinados comentarios o acciones. Pero surgen varias inquietudes cuando atribuimos consecuencias punitivas al discurso de las personas en función de su ilicitud moral percibida (en lugar de simplemente argumentar que es erróneo o falso).

Hay tres razones elementales por las cuales la cultura de la cancelación es contraproducentes:

  1. Las afirmaciones de ilicitud moral en un debate suponen urgencia inmediata y distraen del debate mismo. Por ejemplo, supongamos que en un debate sobre inmigración, una persona dice algo que ofende a otra. La discusión sobre el problema original (inmigración) se colocará entre corchetes hasta que se resuelva el problema de la fechoría moral.
  2. Las afirmaciones sobre ilicitud, nocividad u ofensa están abiertas al debate. Como el filósofo, político y economista inglés John Stuart Mill observó en su obra más conocida, Sobre la libertad, allá por el siglo XIX: "La utilidad de una opinión es en sí misma una cuestión de opinión: tan discutible, tan abierta a la discusión y que requiere tanta discusión como la opinión misma". También es obligado definir "bueno" y "malo". Esos son conceptos lisológicos, cambian con el tiempo, a veces cambian según el criterio de cada persona (incluso las leyes se adaptan a esos cambios, no a la inversa). Los actos buenos o malos no se pueden aislar, forman parte y están engranados con las necesidades, deseos o carencias de otras personas, y también con sus concepciones de lo que es bueno o malo, mejor o peor, asumible o inasumible.
  3. Las acusaciones de irregularidades inaceptables en una opinión originan fricciones. Pocas personas responden constructivamente a las acusaciones de irregularidades. A menudo se toman represalias en especie, intensificándose el conflicto.

También hay tres razones por las cuales este tipo de dinámicas resultan infructuosas o incluso contraproducentes, es decir, se alimenta lo que precisamente se trata de combatir:

  1. La democracia misma asume que los ciudadanos pueden escuchar diferentes argumentos, evidencias y perspectivas. Si partes significativas del espectro político ya no son toleradas, entonces las instituciones sociales pierden este tipo de legitimidad. Todos somos menos libres.
  2. Escuchar a otros con opiniones diferentes y relacionarse con ellas puede ayudarnos a comprender sus puntos de vista y desarrollar versiones más informadas de nuestras propias posiciones. No hacerlo nos vuelve más tribales e intensifica las relaciones Nosotros/Ellos, la fuente de los conflictos entre grupos de personas. Por otro lado, estar constantemente indignado por puntos de vista opuestos proporciona una razón robusta para no considerarlos. Esto alimenta directamente el sesgo de confirmación y el pensamiento grupal, es decir, nos vuelve más imbéciles, más intolerantes y más reaccionarios. El abono perfecto de los Estados totalitarios.
  3. Avergonzar, censurar o parodiar los puntos de vista de otros colectivos pueden causar justo lo contrario: que el grupo sienta ya no tanto que se cuestione la legitimidad de sus opiniones como su propia libertad, individual y grupal. La sensación de que están tratando de controlarles provocará que el grupo se vuelva más cohesionado o que los individuos abracen de forma más vehemente sus opiniones. La censura universitaria actual es una buena prueba de ello.

Ninguna de estas preocupaciones descarta categóricamente atribuir consecuencias punitivas al discurso de odio, y menos aún las difamaciones y las calumnias. Pero considerar las opiniones erróneas como un discurso intolerable conlleva costes éticos que no deberían pasarse por alto. Y puestos a correr riesgos, resulta preferible correrlos al dar carta de naturaleza a determinadas opiniones que nos parezcan aberrantes antes que permitir que se censuren las opiniones de una forma que difícilmente podemos argumentar que no es arbitraria (y que esas mismas razones no sirvan para censurar muchas opiniones más, incluidas la nuestra).

Otrosí, cortesía de Stuart Mill, sobre por qué nunca deberíamos censurar opiniones, salvo que la ley considere que estas están hollando el terreno de la calumnia y la difamación:

Primero, si cualquier opinión se ve obligada a guardar silencio, esa opinión puede, por lo que ciertamente podemos saber, ser cierta. Negar esto es asumir nuestra propia infalibilidad. En segundo lugar, aunque la opinión silenciada sea un error, puede contener, y muy comúnmente lo hace, una parte de verdad; y dado que la opinión general o prevaleciente sobre cualquier tema rara vez o casi nunca es la verdad completa, es solo por la colisión de opiniones adversas que el resto de la verdad tiene alguna posibilidad de ser conseguida. En tercer lugar, incluso si la opinión recibida no solo es verdadera, sino toda la verdad; a menos que se considere que es, y de hecho es, impugnada enérgicamente y con seriedad, la mayoría de los que la reciben la considerará un prejuicio, con poca comprensión o sentimiento de sus fundamentos racionales. Y no solo esto, sino que, en cuarto lugar, el significado de la doctrina corre peligro de perderse, debilitarse y privarse de su efecto vital sobre el carácter y la conducta: el dogma se convierte en una mera profesión formal, ineficaz para siempre, pero agitando el terreno, y evitando el crecimiento de cualquier convicción real y sincera, de la razón o la experiencia personal.

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