Léeme y te cambiaré: de cómo la lectura cambia mentes (1/2)

Ahora estás leyendo estas palabras y estas palabras están modificando conexiones en tu cerebro. Las lees así: asimilando una palabra clave cada vez, más cuatro caracteres a la izquierda y quince caracteres a la derecha.

Saltas de un fragmento a otro haciendo una pequeña pausa que te permite entender el significado de cada palabra. Los receptores que procesan lo que ves están agrupados en la fóvea, una reducida zona justo en mitad de la retina, por eso solo puedes fijarte en esta pequeña cantidad de texto cada vez. La resolución de tus ojos (si es que no necesitas gafas graduadas) es de aproximadamente dos décimas de milímetro, algo menos que el diámetro del punto con el que termina esta oración.

Los cambios que ahora mismo estoy produciendo con estas palabras se han medido, y son distintos en función del idioma en el que escriba, el número de metáforas o palabras cultas que use. No es lo mismo leer «hello» que «hola». Tampoco «mueca» que «visaje». Las palabras, bien usadas, también son capaces de agudizar tu sensibilidad, o permitirte reflexionar de forma constante y profunda acerca de temas complejos. A diferencia de una transmisión oral, lo que ahora lees no es producto de la espontaneidad, sino de la documentación, la esquematización de la información que quiero transmitirte, la corrección de las frases para que expresen justo lo que quiero que transmitan.

A su vez, tú puedes leer a la velocidad que necesites, releer, reflexionar, seguir leyendo. Incluso tachar y reescribir. Ésta forma de comunicarnos basado en la baja tecnología (aunque el soporte en el que estás leyéndome probablemente sea hi-tech) es la manera más eficaz de meterte en mi mente, y yo en la tuya.

Porque el lenguaje escrito y, por extensión, esos conjuntos de láminas unidas entre sí por goma o hilo salpicadas de una cantidad mínima de manchas de tinta que semejan insectos aplastados, esto es, los libros, te permiten viajar hasta finisterres inalcanzables por medios de transporte convencionales. Antes de sumergirse en determinadas lecturas, de hecho, habría que inyectarse todo tipo de vacunas, como si fuéramos el Barón von Humboldt antes de empezar la búsqueda de las fuentes del Amazonas.

Magia lírica

-¿Sabes? He escrito un libro.
-¿Qué es eso?
-Es como una revista pero con más páginas.
-¿Eh?
-Es como internet pero hecho con árboles.

Family Guy, 8x04

Leer el contenido de un libro obra un cambio inmediato en el lector, como si se tratara de un grimorio de Harry Potter, y estos cambios se advierten a nivel anatómico. Los cerebros lectores, frente a los cerebros analfabetos, por ejemplo, son diferentes a muchos niveles, tal y como señala la psicóloga mexicana Feggy Ostrosky-Solís: el cerebro lector entiende el lenguaje de otra forma, procesa de manera distinta las señales visuales, incluso razona y forma recuerdos de otra manera.

Por ello, tal y como sugiere un estudio de psicólogos de la Universidad de Liverpool realizado mediante escáner cerebral, a los lectores de libros clásicos, donde abundan más palabras raras o desconocidas, se les dispara la actividad cerebral porque suponen un reto mayor. Para demostrarlo, los voluntarios leyeron textos de William Shakespeare, William Wordsworth y T.S Eliot, entre otros.

El contenido del libro también produce unos u otros cambios, así como el idioma en el que está escrito. Por ejemplo, no es lo mismo leer en inglés que en italiano: los primeros usan más las áreas del cerebro asociadas con descifrar formas visuales que los segundos. La razón podría residir en que las palabras inglesas presentan más a menudo una forma que no hace evidente la pronunciación.

En la próxima entrega de este artículo descubriremos hasta qué punto la lectura modifica nuestro cerebro.

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