¿La publicidad es realmente efectiva? (III)

Parece que todos acudimos a las tiendas a comprar determinadas marcas como si fuéramos borregos. Y también parece que la publicidad nos hace creer que esas marcas son mejores que las demás. Lo cual supone una prueba del poder de la publicidad y de lo irracional que puede llegar a ser el consumidor. ¿Cómo se explica, entonces, que algunas marcas de agua sean más caras que la gasolina?

Pero sólo lo parece. Como afirma Michael Schudson:

Aunque el concepto de marca surge de la necesidad de crear una distinción para solucionar la falta de diferenciación, el hecho de que se haya conseguido implantar con éxito no está necesariamente relacionado. A menudo olvidamos que gastar dinero implica correr un riesgo. Podemos comprar algo distinto de lo que queríamos, o puede ser que nos timen. Un aparato puede ser defectuoso; un alimento puede estar pasado o rancio; un artículo anunciado por la televisión puede no estar a la altura de lo esperado. Existen tantos mecanismos de protección al consumidor (como el plazo de devolución, el periodo de garantía, las asociaciones de defensa del ciudadano y la correspondiente legislación) que tendemos a olvidar el miedo que nos ha producir siempre la posibilidad de que nos estafen.

La forma en que la gente, en grandes urbes, con miles de artículos disponibles, ha tenido para protegerse contra este miedo también ha sido afianzar su confianza con marcas estables.

Y, tal y como añade Joseph Heath:

No solemos conceder importancia a la calidad de la tela de una camisa, las costuras de un pantalón vaquero o el alcohol que contiene la botella de vodka. Lo que nos importa es la identidad que confieren las marcas Tommy Hilfiger, J. Crew y Absolut. Pero esto no quiere decir que seamos idiotas. El consumidor medio es muy sensato y sabe que no existen diferencias importantes entre unas y otras marcas de un mismo producto. Sabe que en realidad está bebiendo un anuncio, no una botella de vodka; y que lleva puesta una marca de ropa, no un pantalón vaquero. A través de las marcas expresamos quiénes somos y qué es lo que valoramos. Al consumir las marcas que están de moda, nos consideramos más “cool”.

O dicho de otra forma: escogemos vestir y peinarnos de determinada manera bajo parámetros similares que los empleados para escoger una u otra marca de ropa o bebida: como distinción social, como forma de adscribirnos a un grupo. Las marcas saben eso e intentan sintonizar con los diferentes grupos. Pero raramente los crean desde cero sin que en ello influyan muchas casualidades.

Si no fuera así, entonces, por ejemplo, conseguir que un libro fuera el más vendido sería tan fácil como invertir mucho dinero en su promoción. Y si la ecuación fuera tan simple, entonces el negocio del libro sería uno de los más lucrativos del mundo: inviertes 100, ganas 1000. Cualquier editorial grande os confirmará que eso sólo funciona unas pocas veces y que ni siquiera saben la razón (aunque pueden inventársela a posteriori).

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