Cuando la moral es mejor que emane de la razón y de la ciencia y no del corazón (III)

Seguimos con esta serie de artículos sobre moral en general, y sobre el aborto en particular, para profundizar un poco más en cómo los buenos datos proporcionan una moral más sólida y, con ello, unas leyes más justas y beneficiosas para todos.

Juicio

Hace apenas un puñado de generaciones, cuando debíamos inclinar nuestra balanza hacia el “culpable” o “inocente” nos dejábamos llevar exclusivamente por lo que intuíamos. Si alguien de confianza o que pertenecía a nuestro grupo social determinaba que tal o cual persona había cometido un delito, pues era culpable. Las pruebas a favor y en contra, a menudo, se basaban en meras opiniones, en pálpitos, en intuiciones. En comprobar si flotará o se hundirá si tiramos al río a la acusada de brujería. Actualmente, podremos considerar que no somos tan depravados como antaño, pero probablemente las generaciones futuras pensarán lo mismo de nosotros.

La ciencia no solo es un conjunto de datos verificable que puede explicarse cómo funciona y de dónde proviene, y que evita la carga ideológica, también es una forma disciplinada de pensar. Cuando reclamamos un “demuéstramelo” estamos haciendo ciencia, aunque sea a un nivel rudimentario. Es decir, que al implantarse los primeros procesos judiciales, donde se trataba de ofrecer garantías a los acusados en función de las pruebas aducidas, se estaba haciendo ciencia rudimentaria.

La ciencia no puede dictar nuestra moral, pero sin ciencia nuestra moral resulta a menudo ciega e inmadura. Gracias a la ciencia sabemos que las percepciones humanas son falibles, y a menudo se ven influidas por prejuicios otros sesgos, así hemos aprendido a que no es prueba suficiente para enjuiciar moralmente a alguien aunque una, diez o cien personas aseguren que un afroamericano asestó tres puñaladas a una mujer blanca en un apartamento de Nueva York. Cuando el protagonista de la película Doce hombres sin piedad logra convencer a todo el jurado de que está equivocado, de que no podemos afirmar con seguridad que aquel afroamericano adolescente sea culpable de asesinato, en realidad está invocando unas reglas de pensamiento en el que se evita en lo posible el pálpito, la opinión personal; donde nada se da por hecho; donde todo debe demostrarse de forma contundente; donde no importa lo que digan los testigos oculares, sino lo que realmente pasó.

Tecnología moral

El protagonista de Doce hombres sin piedad está haciendo ciencia. Al menos, está haciendo las mismas preguntas que hace la ciencia. Y esas preguntas sirven para que todos los que hace una hora estaban convencidos de que aquel afroamericano era culpable, dejen de creerlo. La ciencia no nos dice qué está mal o qué está bien: nos ofrece asideros para alcanzar un juicio más certero al respecto.

De acuerdo, frente un asesinato todos estamos convencidos de que es un acto moralmente reprobable: un sólo determinará si ese acto se ha producido o no. ¿Qué pasa con los actos que se muestran ambivalentes? ¿Con los que la mayoría considera reprobables? ¿Con los que la mayoría considera aceptables? Como se ha dicho, las opiniones y las mayorías cuentan poco si no tienen asideros universales en forma de razones lógicas y datos científicos. Imaginemos que una persona quiere matar a su hijo para dañar a su pareja: ¿apelaría a su moral personal para justificarlo? Las leyes articuladas, en ese sentido, sirven para determinar que no. Porque, como decía Jeremy Bentham: "No hay derecho sin ley, ni derecho contrario a la ley, ni derecho anterior a ella".

En lo tocante al aborto, cuando se trata de establecer una línea entre lo que consideramos una ser vivo y consciente o un conjunto de células, lo único que se hace es ofrecer un conjunto de datos contrastados y verificables universalmente para que la mayor parte de la gente disponga de un asidero en el que enjuiciar moralmente un aborto. En otras palabras, para saber si lo que está haciendo es tan malo o tan bueno como intuye que es. Eso, lejos de entorpecer la convivencia, la armoniza: continuarán existiendo ideologías, religiones o posturas ajenas a esos datos, pero mucha más gente dispondrá de más líneas maestras en los que fundar sus argumentos morales, lo que unificará tales argumentos, al menos en algunos puntos. Y, sobre todo, nos permitirá articular leyes que de la forma más objetiva posible determinen qué merece castigo civil o penal o qué no.

A nivel filosófico, no sabemos si un afroamericano que apuñala a una mujer blanca es culpable (¿acaso no es culpable también la sociedad, el contexto, etc.?), pero hasta que dispongamos de herramientas más precisas para evaluar tales detalles más complejos (quizá una futura tecnología moral que permita ahondar en el interior del cerebro), en aras del pragmatismo, debemos tomar decisiones jurídicas y manifestar posicionamientos morales. El objetivo es que tales decisiones y posicionamientos evolucionen (hallando más matices, más cosas que nos pasaban desapercibidas) a medida que afinemos nuestra capacidad de recoger datos y evaluarlos. Una capacidad que solo puede mejorarse a través del pensamiento disciplinado y la ciencia.

Algo que desarrollaremos en la siguiente parte de esta serie de artículos, repasando la evolución moral a nivel histórico.

Imagen | succo

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