¿Sigue teniendo la filosofía algún sentido en la era de la ciencia?

La mayoría de la filosofía practicada a lo largo de la historia hoy puede considerarse, a la luz de los descubrimientos científicos, como puros cuentos chinos (algunos filósofos sólo han acertado por simple azar; aunque los que acertaban también se equivocaban en muchas cosas que decían, como podéis leer en el artículo Aristóteles era un ignorante (científicamente hablando)).

Cierto es que la mera elucubración puede funcionar como ejercicio mental nada desdeñable; pero ese ejercicio también puede obtenerse resolviendo pasatiempos.

Sin embargo, está naciendo una nueva estirpe de filósofos, como Daniel C. Dennet o Sam Harris, que simultáneamente disponen de una formación científica muy sólida en diversas materias.

Su ocupación no es tanto trazar experimentos o buscar resultados como reflexionar y dar todas las vueltas posibles a lo que la ciencia descubre progresivamente, a fin de conectarlo con otras disciplinas y tratarlo de encajar en nuevos sistemas de valores morales.

Así pues, una filosofía ajena a los últimos descubrimientos en neurobiología, genética o teoría de la computación, sencillamente es una pura palabrería, esencialmente hermética y pedante.

Sobre todo son peligrosos los filósofos o cultivadores de ciencias blandas, como la sociología o la lingüística, que valiéndose de términos de las ciencias duras, tratan de imprimir un tono científico a sus textos, embarullándolos y tornándolos tan altisonantes como ininteligibles.

Éstos son intelectuales posmodernos a los que muchos admiran o citan que ciertamente no aportan nada en absoluto, como muy bien denunciaron autores como Sokal y Bricmont en su libro Imposturas intelectuales: fingieron un texto de esta índole, ininteligible para cualquiera, que finalmente fue aceptado en una revista de prestigio y aplaudido por diversos intelectuales a pesar de que en el fondo sólo expresaban perogrulladas.

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