Algunas pruebas sobre el instinto del lenguaje (y II)

Otro ejemplo de este fenómeno se produjo en los años 1980 en Nicaragua, donde se instauraron por primera vez escuelas para sordos que encabezaron la invención de un lenguaje totalmente nuevo. Las escuelas enseñaban la lectura labial con escaso éxito, pero en el patio de recreo los niños añadían las diversas señas manuales que empleaban en casa y establecieron una lengua franca vulgar.

En el plazo de unos pocos años, a medida que los niños más pequeños aprendían esta lengua franca, se transformó en un verdadero lenguaje por señas con toda la complejidad, economía, eficacia y gramática de una lengua hablada. De nuevo, fueron las mentes instintivas de los niños las responsables de la transformación de una lengua franca en un lenguaje criollo.

Esto también parece indicar que el instinto del lenguaje “se apaga” a medida que el niño alcanza la edad adulta. Por ello también nos resulta difícil, ya de adultos, aprender nuevos acentos o incluso nuevos idiomas.

Una demostración cruel de este fenómeno se dio en Genie, una niña de 13 años descubierta en un piso de Los Ángeles. Había sido retenida durante toda su vida en una habitación, privada de todo contacto humano. Sin un ambiente lingüístico en el que sus resortes innatos se desarrollaran, Genie sólo aprendió dos palabras para comunicarse: “Bastayá” y “Nadamás”.

Cuando Genie fue liberada y se mezcló con más gente, adquirió un nuevo y rico vocabulario. Pero, como ya era demasiado adulta y sus resortes innatos ya habían quedado mermados, jamás, por mucho que practicó, consiguió manejar correctamente la gramática.

Cada vez son más las pruebas que indican que el lenguaje brota en nosotros en cuanto estamos rodeados de gente que usa un lenguaje. Y tampoco os creáis que es necesario un gran bombardeo de palabras y frases enrevesadas. Con independencia del tiempo que le hablemos a los niños, estos desarrollarán una destreza lingüística bastante predecible por sus características genéticas. Diversos estudios con gemelos, por ejemplo, han demostrado que la tendencia a desarrollar un lenguaje tardío es muy heredable.

Pero, por si quedara todavía alguna duda, son las ciencias más rigurosas las que nos ofrecen pruebas incontestables acerca de la existencia del instinto del lenguaje. Desde la neurología se ha demostrado que si se daña determinada parte del cerebro, se produce lo que se conoce como afasia de Broca, una incapacidad para emplear o comprender todo lo que no sea la gramática más sencilla.

El elefante mató al león. ¿Quién resultó muerto? Un afásico de Broca tendría verdaderas dificultades para responder a esta pregunta, ya que la pregunta exige una sensibilidad a la gramática cifrada en el orden de las palabras que justamente esta parte del cerebro conoce.

Otra área del cerebro dañada produce la afasia de Wernicke: los que la sufren suelen hablar con gran cantidad de palabras pero sin mucho sentido.

Aunque para lesiones cerebrales de resultados extraños, la que sigue. El síndrome de Williams, motivado por un cambio en un gen del cromosoma 11, produce que los niños afectados por él tengan una inteligencia general muy baja, pero a la hora de usar el lenguaje lo hacen de una forma muy rica y locuaz que ya quisieran muchos poetas. Hablan sin parar, de forma muy original y usando tal cantidad de palabras que parecen haberse tragado un diccionario entero.

Si a un niño con síndrome de Williams le pides que te mencione un animal, te dirá uno raro, como un cerdo hormiguero, en vez de un perro o un gato.

Y es que así es el lenguaje. Como cualquier otro instinto.

Más información | El instinto del lenguaje, de Steven Pinker

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