EL LHC para tontos (II)

Cuando estamos tratando con objetos tan diminutos y evanescentes como son las partículas que constituyen un átomo, de nada sirven ni los ojos ni el microscopio, ni siquiera el microscopio electrónico de barrido más potente del mundo.

En el propio CERN, en 1970 se empleaba una extraña máquina para desvelar los misterios del microcosmos: La Cámara de Burbujas de Gargamel. Pero, con todo, la forma más eficiente de notar la presencia de muchas partículas subatómicas es excitándolas para que revelen su existencia, al menos durante una fracción de segundo.

De esta manera tan extraña podemos intuir que están ahí, formando ladrillo a ladrillo toda la realidad que conocemos. Y la forma más sencilla de excitar una partícula subatómica consiste en estrellarla a toda velocidad contra una pared o contra otra partícula.

¿Habéis visto esas simulaciones de accidentes de coche en las que se estampa la carrocería contra un muro de hormigón, vapuleando las marionetas que están al volante, los crash test dummies?

Pues algo parecido, pero aquí los crash test dummies son los núcleos atómicos, y la velocidad a la que aceleramos el, digamos, coche, está próxima a los 300.000 kilómetros por segundo, la velocidad de la luz, la velocidad máxima teórica que un cuerpo puede desarrollar sin violar ninguna ley física.

Un acelerador no es algo tan exótico como pudiera parecer a primera vista. Todos, en nuestras casas, tenemos al menos un acelerador de partículas, concretamente en la sala de estar. Se trata del televisor. Lo que hace el tubo de rayos catódicos de un televisor es tomar electrones separados de los átomos y empujarlos mediante campos electromagnéticos contra la pantalla, curvándolos así o asá para que dibujen en la pantalla la imagen deseada.

El LHC es como un televisor a una escala mucho mayor: el tubo de rayos catódicos es un túnel subterráneo de 27 kilómetros por el que se pretende acelerar las partículas de tal forma que completen 11.000 veces por segundo ese tramo.

Así pues, el tramo es circular, para que la partícula se acelere igual que la ropa en el centrifugado de la lavadora, cada vez más y más rápido, siendo atraída y empujada por los electroimanes que se irá encontrando en su recorrido endiablado: el primer imán atraerá la partícula, pero justo cuando ésta pase de largo, entonces el imán cambiará de polaridad para repelerla y empujarla hacia el siguiente imán, que la atraerá hasta que haya pasado de largo para cambiar de polaridad, y así sucesivamente.

Al colisionar la partícula contra otra partícula, entonces, tal y como refiere el físico teórico John Ellis, se pelará una nueva capa de la cebolla de la materia, sin saber lo que nos vamos a encontrar.

Para conseguir algo así se requiere, como dije, montañas de dinero y una gran infraestructura. Sin embargo, la mecánica cuántica es difícil de entender con un cerebro como el nuestro. Sólo se puede explicar mediante fórmulas, el lenguaje universal de las matemáticas. Tranquilos, no voy a someteros a la tortura de enunciar dichas fórmulas. Ya comentó el físico Paul Davies en la revista Nature que es “casi imposible para los no científicos diferenciar entre lo legítimamente extraño y la simple chifladura”.

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