¿Por qué nos besamos? (¿Y por qué no nos parece asqueroso hacerlo?)

Besarse no es nada higiénico, e incluso resulta bastante asqueroso si excluimos el placer que produce: nada menos que juntar los músculos orbicularis oris y apretarlos unos contra otros, hasta el punto de que pueden explorarse las respectivas cavidades bucales con la lengua, intercambiando saliva, señales químicas y bacteriológicas… Recordemos que muchos de nosotros, antes de probarlo en nuestra adolescencia, considerábamos el beso como algo repugnante (hasta que lo probábamos y descubríamos la constelación de placeres que producía).

Porque, a pesar de todo, besar nos proporciona placer, deseo, conexión con la otra persona. Besar es algo tan especial que incluso muchas prostitutas prefieren abstenerse de practicarlo, o incrementan la tarifa estipulada para acceder a ello.

Besar, de hecho, resulta tan poco natural, tan poco orientado a la reproducción, tan arriesgado a nivel infeccioso, que incluso podríamos compararlo, con todas las reservas, al sexo anal, el cunnilingus, la felación, y otro largo etcétera de prácticas en las que diversas partes del cuerpo se usan, de forma exadaptativa, para fines para las cuales no fueron concebidos (como la nariz se usa exadaptativamente para sujetar las gafas).

De hecho, tal y como hoy en día el sexo anal y otras prácticas no orientadas a la procreación están cuestionadas por algunas religiones, durante la Edad Media se decretó que el beso, como el juego amoroso o los preliminares en general, era igualmente reprobable. (¿tal vez en el futuro dejará de considerarse negativamente el sexo anal o la masturbación, en el mismo proceso de aceptación del beso?).

Es cierto que los bonobos practican algo parecido al beso o al ósculo, pero es algo excepcional en la naturaleza. Incluso hay culturas que no han aceptado el beso como forma de saludo, mensaje romántico o como reconocimiento.

Nadie sabe cómo nació el beso, tal y como señala Diego Golombek en su libro Sexo, drogas y biología:

Algunas hipótesis explican el beso como una forma de afecto entre mamá y bebé, tal vez relacionada con el pasaje de la comida masticada de boca a boca. ¡Pero hay culturas que hacen estas cosas y no se besan! Una de las primeras indicaciones escritas viene de textos hindúes del siglo XV a. C., en la que cuentan la sana costumbre de juntar las narices y sacudirlas suavemente (lo que los chicos conocen como “beso esquimal”; ¿será que en esquimalandia hace demasiado frío como para jugar con los labios?). Pero ya el Kamasutra en el siglo VI d.C. describe y explica unas cuantas variedades de beso, movimientos, aberturas y humedades. ¿Será que los hindúes les enseñaron a besar a los europeos? Está claro que los romanos habían adoptado y mejorado la práctica, con sus osculum (besito en la mejilla), basium (labio a labio) y saviolum (el temible beso de lengua). Es más: besar a una mujer apasionadamente en público en la antigua Roma le daba derechos matrimoniales.

Tal vez empezamos a besarnos para tener la excusa perfecta para probar al otro, para oler su cuerpo, e instintivamente saber si su salud era buena, particularmente su sistema inmune. Besamos tal vez para escoger bien con quién tener hijos.

Por cierto, si estáis pensando que besar en la boca y mezclar la saliva tal vez es un poco asqueroso, pero que en absoluto lo es dar un beso en la mejilla... bien, tal vez es que no habéis usado un microscopio con la mejilla de una persona: en nuestra cara tenemos millones de ácaros foliculares (‘demodex folliculorum’), unas criaturas que miden dos centésimas de centímetro y tienen garras y una boca con la que pueden atravesar las células de la piel (afortunadamente, esta clase de ácaros no tienen ano).

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