¿Por qué existe el arte? (I)

Existe un pájaro de Australia y Nueva Guinea al que podríamos llamar pájaro Número 5, aunque su verdadero nombre sea tilonorrinco. Lo podríamos llamar Número 9 porque hace unos años, un inversor mexicano batió el récord mundial de una subasta de pintura al pagar más de 109 millones de euros por Número 5, de Jackson Pollock.

Así pues, podemos considerar Número 5 como el epítome del arte y de todos sus efectos y consecuencias en el ser humano. El tilonorrinco representa lo mismo en el mundo de la ornitología, pues los machos de esta ave construyen complicados nidos que decoran exagerada y fútilmente con diversos objetos, como orquídeas, conchas de caracoles, bayas y cortezas de árbol. Algunos de ellos incluso pintan literalmente esas enramadas con residuos de frutas que regurgitan, empleando hojas o cortezas a modo de pincel.

Hasta aquí, los paralelismos entre el arte humano y el arte ornitológico son sorprendentes, pero también lo son en sus implicaciones psicológicas y sociales: las hembras de tilonorrinco valoran los nidos y se emparejan con los autores de las creaciones más simétricas y más profusamente ornamentadas. De igual modo, los pintores, escritores o músicos humanos, por el hecho de serlo, tienen más éxito social y sexual.

Tanto el acto creativo, como las derivaciones de éste (éxito social o sexual, placer estético, competencia artística, etc.), parecen regirse entonces por los parámetros de la selección natural. El arte, básicamente, funcionaría de la misma manera que lo hace la cola de un pavo real: como reclamo que demuestra que existe una buena dotación de genes.

Por supuesto, todo ello ocurre lejos de nuestra conciencia, a nivel freático. Si al pájaro Número 9 le preguntáramos por qué invierte tantos recursos en su nido, al igual que cualquier otro artista humano respondería que su interés no pasa por obtener prestigio social o una pareja sexual más interesante sino que siente la necesidad irresistible de expresarse de ese modo, de jugar con el color y la forma, de explorar su sensibilidad y comunicarla al mundo.

Obviamente, si el tilonorrinco o Picasso jamás admitieron la motivación profunda de sus inclinaciones artísticas fue porque la naturaleza nunca necesitó que supieran el motivo de esas inclinaciones, como tampoco les reveló la razón de que sintieran la necesidad de comer determinados alimentos y no otros de una manera bastante regular y continuada.

Por ejemplo, podemos constatar que el gusto químico empieza en el momento de nacer o poco después: los recién nacidos prefieren soluciones azucaradas a agua sola, y en el siguiente y estricto orden de preferencia: sucrosa, fructosa, lactosa y glucosa. Los recién nacidos, asimismo, rechazan las sustancias ácidas, saladas o amargas, y responden a cada una de ellas con expresiones faciales universalmente reconocibles.

De igual modo, en el plano estético también nacemos equipados con plantillas semejantes a las del gusto químico: podemos constatar que, diez minutos después de nacer, nos fijamos más en diseños faciales normales dibujados en carteles que en diseños anormales, por ejemplo. O se tiende a prestar más atención a formas simétricas que a formas asimétricas.

En la siguiente entrega de este artículo ahondaremos en ello.

Vía | La ciencia de la Belleza de Ulrich Renz / Cómo funciona la mente de Steven Pinker / Consilience de Edward O. Wilson

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