¿La moral laica es mejor que la moral religiosa? (y II)

Tal y como os adelantaba en la anterior entrega de este artículo, a medida que la religión ha ido perdiendo influencia a la hora de inculcar códigos morales, las sociedades se han vuelto más morales (en el sentido de que discuten mejor sus códigos morales, los adaptan más fácilmente a la realidad social y los inculcan con menos presión coactiva).

Sobre este tema profundiza Patricia S. Churchland en su libro El cerebro moral, que inicia narrando una anécdota personal acerca de cómo le explicaron en el colegio lo que era un juicio de Dios:

La idea básica era sencilla: gracias a la intervención de Dios, la inocencia se revelaría por sí sola, ya que el ladrón acusado se hundiría en el fondo del lago, o el adúltero acusado no se quemaría en el poste. (Para las brujas, en cambio, el suplicio era menos “benévolo”: si la mujer acusada de brujería se ahogaba obtenía la presunción de inocencia; si salía a flote, entonces se la consideraba culpable, y por ello la arrastraban hasta una hoguera.) Como disponemos de tiempo, mi amiga y yo diseñamos un plan. Ella me acusaría falsamente de haberle robado el monedero, y luego colocaría mi mano sobre la estufa a ver si se quemaba. Ambas esperábamos que me quemara, y así fue. Por tanto, si el resultado del experimento era tan elocuente, ¿cómo es posible que tantas personas confiaran en el juicio de Dios como sistema para administrar justicia?

En otras palabras: procurar bienestar a una sociedad no puede basarse en una lista tosca e irrevocable de deberes y prohibiciones, sino en una mezcla de sabiduría, buena voluntad, capacidad de negociación, conocimiento histórico y nuevos descubrimientos científicos.

Como la propia Churchland afirma más adelante en El cerebro moral:

Sin duda, teniendo en cuenta los distintos contextos y las diversas culturas, el modo particular en que se articulan dichos valores adoptará diferentes formas y matices, incluso en los casos en los que se compartan las mismas necesidades sociales subyacentes. Según esta hipótesis, los valores son más fundamentales que las normas. Las diversas leyes que rigen la vida social, reforzadas por un sistema de recompensa y castigo, pueden con el tiempo articularse e incluso modificarse tras una larga deliberación, o pueden seguir siendo un conocimiento implícito sobre lo que “nos parece correcto”.

La primera vez que se instauró de forma global e influyente un progreso cognitivo lo suficientemente estable como para adquirir el conocimiento más objetivo sobre la naturaleza, incluido el prójimo, ocurrió aproximadamente en la época de la revolución científica, y aún está en marcha.

Dicha revolución no sólo ha introducido mejoras en el ámbito del conocimiento científico, sino también en el de la tecnología, las instituciones políticas, los valores morales, el arte y todos los aspectos del bienestar humano.

Tal y como explica David Deutsch, profesor visitante en el Departamento de Física Atómica del Centro de Computación Cuántica en el Clarendon Laboratory de la Universidad de Oxford, en su libro El comienzo del infinito, una especie de segunda parte de su influyente La estructura de la realidad:

Hay efectivamente una diferencia objetiva entre una explicación falsa y una explicación verdadera, entre el fracaso crónico a la hora de resolver el problema y la solución del mismo, y también entre el bien y el mal, lo feo y lo hermoso, el sufrimiento y el hecho de poder aliviarlo (o sea, entre el estancamiento y el progreso en el sentido más amplio de la expresión). En este libro sostengo que todo progreso, tanto teórico como práctico, es el resultado de una actividad humana simple: la búsqueda de lo que yo llamo buenas explicaciones. Aunque esta búsqueda es específicamente humana, su efectividad es también un hecho fundamental acerca de la realidad al nivel más impersonal y cósmico, por cuando se ajusta a las leyes universales de la naturaleza, que son, efectivamente, buenas explicaciones.

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