No soy un país (ni una cultura, una ciudad, un barrio o un bloque de pisos)

Nunca he comprendido la pulsión emocional que empuja a la gente a envolverse con una bandera. Bueno, sí lo entiendo a nivel biológico, pero soy incapaz de empatizar con ello. Como tampoco empatizo con el orgullo del televidente cuando su equipo de fútbol favorito gana un partido. O los que dicen “hemos ganado” cuando determinado español obtiene algún premio o parabién en otro país.

Los herederos liberales de la Ilustración británica, americana y kantiana se vieron obligados a suscribir el nacionalismo disfrazándolo de “autodeterminación de los pueblos”, porque así no defendían los imperios y las monarquías autocráticas, y además desprendían un halo vagamente democrático. Sin embargo, identificar “nación” o “pueblo” con ciudadanos individuales adscritos civilmente a esa nación o pueblo es un error categorial enraizado en nuestras emociones. Como lo es equiparar una bandera, un gobernante, un ejército, un territorio o una lengua.

La doctrina individual de la autodeterminación de los pueblos fue consagrada por Woodrow Wilson en un discurso de 1916, convirtiéndose en la base del orden mundial tras la Primera Guerra Mundial; sin embargo, el secretario de Estado de Wilson, Robert Lansing, ya escribió lo siguiente a propósito de esa idea:

La expresión está simplemente cargada de dinamita. Alimentará esperanzas que nunca se podrán hacer realidad. Seguro que al final acabará desprestigiada, considerada un sueño de un idealista que no cayó en la cuenta del peligro hasta que fue demasiado tarde para contener a quienes trataban de implantar el principio. ¡El sufrimiento que provocará! ¡Pensemos en los sentimientos del autor cuando cuente los muertos derivados de articularla!

El mayor obstáculo de la autodeterminación de un pueblo es que los pueblos no son estáticos: los ciudadanos tienen pies, e incluso medios de locomoción más rápidos, que les permiten cambiar de ámbito geográfico, de región, de país, de continente. Así pues, identificar una “nación” con un grupo étnico y cultural que coincida con un trozo de propiedad inmobiliaria tiene más de idealista que de realista.

Las personas se mueven tanto, arrostrando sus retazos culturales con ellas, que, siendo estrictos, los paisajes, a pesar de sus fronteras administrativas, en realidad son fractales con minorías dentro de minorías dentro de minorías. Tal y como señala el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro:

Un gobierno con soberanía sobre un territorio que, según afirma, encarna una “nación” en realidad no encarnará los intereses de muchos de los individuos que viven dentro de ese territorio, al tiempo que tendrá un interés de “propietario” en individuos que viven en otros territorios. Si utopía es un mundo en el que las fronteras políticas coinciden con las fronteras étnicas, los dirigentes estarán tentados de llevar a cabo campañas de limpieza étnica e irredentismo.

Por ello prefiero mil fronteras flexibles antes que unas pocas. Por eso prefiero la democracia líquida a la democracia. Apuesto más por una organización en red, tanto política como administrativamente, que en una estrella de Legrand (un estado central del que emana radialmente todo su poder). Y por eso empatizo más con el orgullo que sienten los miembros de un club en el que se comparten ideas, intereses y objetivos que con el que sienten los ciudadanos que han sido inscritos en el mismo registro civil por una casualidad demográfica.

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