¿Por qué los alimentos no saben a nada cuando estamos resfriados?

¿Por qué los alimentos no saben a nada cuando estamos resfriados?
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Os confesaré que soy fan confeso de Louis de Funes, uno cómico francés que rodaba películas como churros hace unas cuantas décadas. Algo así como el Paco Martínez Soria español (también porque era capaz de rodar películas de alta comedia mezcladas con comedias baturras), pero infinitamente más histriónico. A Funes, de hecho, lo llamaban el actor de las mil caras.

En una de sus películas, una de mis favoritas, llamada Muslo o pechuga, Funes interpreta a un crítico gastronómico contumaz. En un momento del filme, debe admitir que sufre una extraña enfermedad por la que ha perdido el sentido del gusto. Pero no hay que ir tan lejos: todos nosotros, cuando nos resfriamos, podemos llegar a sentirnos como Louis de Funes durante unos días.

El gusto tiene que ver, en parte, con el olfato, y al estar resfriados no tenemos olfato. En particular, cuando las moléculas odoríferas pasan por detrás de la faringe experimentamos la retro olfacción.

Otro factor que tiene que ver con el gusto es la sensibilidad táctil. La lengua y las mucosas de la boca contienen más receptores táctiles por centímetro cuadrado que la punta de los dedos (por eso solo notamos la electricidad de una pila de linterna de bolsillo (4,5 voltios) en la punta de la lengua. Cuando estamos resfriados también podemos tener menos sensibilidad a ese respecto.

Pero lo que ocurre realmente es que, al no oler nada, no nos llega toda la dimensión sensorial del gusto. Pero el gusto sigue ahí: únicamente percibimos los sabores. Por eso somos capaces de distinguir salado de dulce a pesar de estar resfriados.

Tal y como explica Alain Lieury en su libro ¿A qué juega mi cerebro?:

La sensibilidad es diferencial para los gustos, como para el resto de percepciones, y se encuentra una relación de Weber (suprasensaciones táctiles) del 20 % para el azúcar, del 25 % para el amargo, del 15 % para el salado y del 21 % para el ácido. Este tipo de estudios han confirmado que los niños (de once a quince años) prefieren concentraciones más fuertes (ocho veces) de azúcar que los adultos.

Imagen | Juanedc

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