Todos queremos matar (sin necesitad de ser Dexter)

Todos queremos matar (sin necesitad de ser Dexter)
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En mi vocabulario particular, la acepción de madurez no se define como imitar la mayor parte de los comportamientos adultos que se producen a mi alrededor: contraer matrimonio, tener hijos, formar una familia, tener un trabajo estable, tiene objetivos claros y definidos para el resto de tu vida, hablar de determinadas películas, libros y temas en general. Etcétera.

Para mí (insisto, sólo para mí), la madurez se alcanza una vez superadas determinadas asunciones. Una de ellas (no os diré el resto, porque es algo personal e intransferible que debéis descubrir por vosotros mismos) consiste en asumir que, en general, no hay gente buena y mala de forma maniquea; asumir que todos podemos cometer errores, y que las leyes no se articulan para que nosotros (los buenos) nos defendamos de los malos (los otros), sino para defendernos de nosotros mismos. Y que, por ello, las leyes y los castigos asociados no pueden ser particularmente crueles o destructores, porque todos podríamos estar en esa tesitura algún día.

Adquirir conciencia de ello es difícil, porque al mirarnos al espejo no vemos a un monstruo, como el lógico: nuestro cerebro ya se encarga de sobrevalorar nuestra participación moral en los actos más execrables, y en minimizar nuestros deslices como si fueran detalles sin importancia o cosas que merecían los demás.

Disonancia cognitiva

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Esta disonancia cognitiva es todavía más palmaria en quienes creen que hay un ojo omnisciente evaluando su comportamiento: quienes acuden a misa o profesan religiones no comenten menos crímenes que quienes no lo hacen, pero sí logran pasar página más fácilmente, ya sea mediante confesión, ya sea justificando su acto a los ojos omniscientes, al estilo “vale, en el Libro pone no matarás, pero ellos son infieles, ni siquiera son seres humanos, acógelos mejor en tu seno” o “sí, ayer acudí al prostíbulo, fue un error, pero al menos aquí estoy arrepintiéndome, en vez de solazarme en ello” o, incluso, “de acuerdo, toqué a ese niño, pero también hay que reconocer que ellos disfrutan con el juego y no dejan de intentar seducirnos”.

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Los niños asesinos

Otro tópico arraigado (y que pone de manifiesto, a mi parecer, una falta de madurez), es que el universo infantil es puro, inmaculado, inocente, asexuado, limpio, intocado y todos los epítetos asociados que se os ocurran. Los niños tienen vida sexual, pensamientos sexuales, deseos de matar, comportamientos mezquinos y, además, muestran una capacidad de comprensión que excede lo que suponemos catalogando determinadas películas como no aptas para menores.

Tal y como ha señalado el psicólogo Richard Tremblay, la etapa más violenta de una persona común no se produce en la turbulenta adolescencia o en una etapa adulta, sino a los 2 años de edad. Tal y como escribe Tremblay: “Los bebés no se matan los unos a los otros porque no les permitimos acceder a cuchillos y armas. La pregunta […] a la que hemos intentado responder durante los últimos treinta años es cómo aprenden los niños a agredir. Pero está mal planteada. La pregunta es cómo aprenden a no agredir”.

Te quiero matar

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Últimanente, Twitter ha sido objeto de escrutinio por parte de la clase política y periodística, sobre todo los que poco o nada saben de Twitter o de redes sociales en general, a rebufo de los tuits tremebundos en los que algunos se alegraban de la muerte de tal o cual persona.

Aunque existe una amplia diferencia entre un tuit catártico y uno que verdaderamente se convierta en una amenaza real, los que se rasgaron las vestiduras antes tales tuits pusieron de manifiesto de nuevo una disonancia cognitiva o una falta de madurez al olvidarse por completo de todas las veces en las que ellos mismos han deseado la muerte de alguien. O argüirán que vale, pero que ellos nunca lo han escrito en un tuit (como si guardar el deseo dentro del cráneo te volviera más buena persona que desfogarte con tus lectores).

Por si tenéis alguna duda, yo tengo una lista mental de personas que me gustaría que murieran, otra lista de personas que me gustaría matar (al estilo de la Lista de muerte de Arya Stark), y finalmente otra lista, más exclusiva, de individuos que me gustaría torturar durante horas hasta que, también, murieran. Probablemente nunca llevaré a cabo estos deseos, pero fingir que tales deseos no existen es ignorar la realidad.

Y la realidad es que, entre los universitarios, que siempre han presentado índices de violencia más bajos, entre el 70 % y el 90 % de los hombres, y entre el 50 y el 80 % de las mujeres, han admitido haber tenido al menos una fantasía homicida en el año precedente del estudio realizado por los psicólogos Douglas Kenrick y David Buss. Tal y como abunda en ello Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro:

Los motivos para el homicidio imaginario coinciden parcialmente con los de los ficheros policiales: una pelea por un amante, la respuesta a una amenaza, la venganza por una traición o una acción humillante, o algún conflicto familiar, proporcionalmente más a menudo con padrastros que con padres biológicos […] El pequeño número de asesinatos premeditados que se llevan a cabo realmente debe de ser la cúspide de un iceberg colosal de deseos homicidas sumergidos en un mar de inhibiciones […] Incluso quienes no fantasean con matar obtienen un gran placer de experiencias indirectas propias o al ver que alguien lo hace.
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El psiquiatra forense Robert Simon lo resumió muy bien en el título de un libro: Los hombres malos hacen lo que los hombres buenos sueñan. Incluso en las sociedades más pacíficas, las personas quedan fascinadas por la lógica del farol y la amenaza, la psicología de la alianza y la traición, etc.

Al igual que los mamíferos, el cerebro humano tiene un circuito de furia que puede ser estimulado, lo que produce que, por ejemplo, pronunciemos amenazas y palabras malsonantes (de lo que se deduce que el circuito de la furia no es un vestigio inerte, sino que tiene conexiones con el resto del cerebro).

El neurocientífico Jaak Panksepp describe lo que ocurría cuando hacía pasar una corriente eléctrica por una parte del circuito de la furia: el gato bufaba, saltaba ferozmente enseñando uñas y colmillos. En una neurocirugía, se describe así cuando se estimula equivalentemente el cerebro humano:

El efecto más significativo (y más espectacular) de la estimulación ha sido suscitar una variedad de respuestas agresivas, desde respuestas verbales coherentes, formuladas de manera adecuada (hablando al cirujano: “Siento que podría levantarme y moderderle”) a palabrotas incontroladas y conductas físicamente destructivas […]. En una ocasión, treinta segundos después de haber cesado el estímulo, se preguntó a un paciente si se sentía furioso. Él reconoció que había estado furioso pero ya no lo estaba, y parecía muy sorprendido.

Asumir que todos, en un momento dado, podríamos pasar de la tranquilidad a la furia hasta el punto de cometer una estupidez, pues, no nos aboca al desastre, sino que nos previene frente a los demás, frente a nosotros mismos, y, sobre todo, frente al tipo de herramientas que debemos poner en marcha para amortiguar en lo posible los efectos gravosos de la violencia en la sociedad. Sin olvidarnos que no hay monstruos (salvo una pequeña excepción en forma de casos patológicos graves), que los monstruos solo existen en los cuentos de hadas. Eso es madurez, creo.

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