De cómo el Salvaje Oeste era peor de lo que creemos, pero las mujeres consiguieron que fuera un lugar mejor

De cómo el Salvaje Oeste era peor de lo que creemos, pero las mujeres consiguieron que fuera un lugar mejor
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A pesar de lo poético del cowboy trotando hacia el sol del atardecer, lo seductor de la mirada entrecerrada de Clint Eastwood o lo divertido que era viajar a 1885 en Regreso al futuro 3, el Salvaje Oeste americano era un verdadero infierno. Sin embargo, un numeroso grupo de mujeres lo cambió todo para siempre… y no nos referimos a las bailarinas de Saloon. O casi.

Para que os hagáis una idea de lo peligroso que era vivir como un cowboy, tenéis que empezar a olvidaros de una vida de aventuras y duelos temerarios: el cowboy medio era un tipo con problemas con el alcohol que no confiaba demasiado en un sistema de justicia infradotado y profundamente corrupto.

Para que os hagáis una idea, los índices de homicidios del Oeste americano eran de 100 por cada 100.000 habitantes (al año) en Dodge City; 229 en Fort Griffin, Texas; o hasta 1.500 en Wichita. Índices que superan en mucho las cifras actuales, incluso en los barrios más peligrosos de las grandes ciudades, como Nueva York. Para que podáis establecer comparaciones, actualmente estos son algunos de los países con mayor índice de homicidios del mundo (registrados): Jamaica, por ejemplo, tiene 53,7 homicidios por cada 100.000 habitantes. Colombia, 52,7. México, 11,1. Rusia: 29,7. Sudáfrica: 69.

Estas cifras tan desorbitadas se debían, sobre todo, a la ineficacia de la ley. Por ejemplo, sólo en Texas se podían encontrar 5.000 hombres diferentes en carteles de Se busca. En el Oeste, si esperabas a que viniera un agente de la ley, estabas muerto: debías empuñar un arma y defenderte de los forajidos, los asaltadores de caminos o de los ladrones. Además, las peleas con muertos se desencadenaban por el motivo más nimio, desde una partida de cartas hasta una discusión con demasiado whisky de por medio.

Esta violencia no sólo se producía entre los cowboys, sino también entre leñadores, mineros o jornaleros itinerantes. Por ejemplo, en la ciudad minera de Bodie, en California, en plena Fiebre del Oro, encontramos índices de homicidios de 116 por cada 100.000 habitantes. En Benton, Wyoming, 24.000 (es decir, casi uno de cada cuatro). Como si en Benton estuvieran en plena guerra. Si no morías tú, probablemente morirían la mayoría de tus familiares y seres queridos.

Pero había otro motivo que propiciaba que en el Oeste hubiese cifras tan altas de homicidios, en comparación al Este, por ejemplo: la demografía. Esta región estaba poblada, sobre todo, por hombres jóvenes, solteros, que habían llegado hasta aquí en busca de fortuna. Este dato es importante porque la mayoría de la violencia en el mundo la cometen hombres con edades comprendidas entre los 15 y los 30 años. Los hombres de estas edades son los que más deben competir por la atención de las mujeres, como lo hace el pavo real desplegando sus plumas multicolores, y ahí entra en juego la psicología evolutiva, tal y como explica el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro:

La violencia de los hombres, no obstante, está modulada por una regla de cálculo: pueden distribuir su energía a lo largo de un continuo que va desde competir con otros por el acceso a las mujeres hasta cortejarlas e invertir en sus hijos; un continuo que los biólogos a veces denominan “canallas frente a papás”. En un sistema social poblado sobre todo por hombres, la asignación óptima para un hombre es el extremo “canalla”, pues alcanzar el estatus alfa es necesario para vencer en la competición y condición sine qua non para conseguir una posición ventajosa en el cortejo de las escasas mujeres. (…) Sin embargo, el ecosistema que selecciona el escenario “canalla” tiene un número equitativo de hombres y mujeres y emparejamientos monógamos entre ellos. En estas circunstancias, la competencia violenta no ofrece a los hombres ventajas reproductoras, pero sí los amenaza con una gran desventaja: un hombre no puede mantener a sus hijos si está muerto.

Al sistema legal ineficiente y a la abundancia de hombres jóvenes bravucones, había que sumar otro factor no menos desdeñable: la omnipresencia del alcohol, que relaja el autocontrol. Las personas con inclinación a la violencia acostumbran a hacer uso de la misma cuando están bajo los efectos embriagadores del alcohol.

Pero entonces todo empezó a cambiar. Un nuevo factor se coló en la ecuación y los índices de homicidios bajaron asombrosamente. En este descenso nada tenía que ver un incremento de la lectura de la Biblia, ni tampoco un mejor sistema legal. El factor que lo cambió todo fue la llegada de más mujeres.

Una de las principales causas del enfrentamiento entre hombres era la escasez de mujeres, como se ha dicho, pero también había algo más: la psicología femenina frenaba en mucho el estilo bravucón a lo Eastwood.

La naturaleza detesta las proporciones sexuales desiguales, y a la larga muchas mujeres de ciudades y granjas del Este se desplazaron al Oeste siguiendo el gradiente de concentración sexual. Viudas, solteronas y solteras jóvenes buscaron fortuna en el mercado del matrimonio, alentadas por los propios hombres solos y por funcionarios municipales y comerciales que estaban cada vez más exasperados por la degeneración de sus antros en el Oeste. Cuando llegaron las mujeres, utilizaron su posición negociadora para transformar el Oeste en un entorno más adecuado para sus intereses. Insistieron en que los hombres debían abandonar las peleas y las borracheras por el matrimonio y la vida familiar, fomentaron la construcción de escuelas e iglesias, y cerraron cantinas, burdeles, garitos de apuestas y otros competidores en su lucha por la atención de los hombres.

En el Oeste americano, entre tiros, asaltos, apuestas, prostitutas y alcohol a granel, nacieron algunos de los primeros movimientos feministas, como la Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza y el Ejército de la Salvación.

Con todo, puede que la idea de que las mujeres pacifican a los hombres, sobre todo vía matrimonio, os parezca retrógrada o sexista. Sin embargo, la moderna criminología ha convertido esta idea en estandarte. Además, el matrimonio incrementa la esperanza de vida del hombre, tal y como podéis leer en ¿Es saludable el celibato? Las ventajas de contraer matrimonio (I), (II) y (III).

Por otra parte, un célebre estudio que monitorizó a 1.000 adolescentes de Boston con bajos ingresos durante 45 años determinó que había dos factores que influían en si un delincuente pudiera evitar la vida criminal: un trabajo estable y casarse con una mujer que le importara, y mantenerla a ella y a sus hijos.

Ello no significa que debamos apostar por el modelo tradicional del matrimonio, ni siquiera de las relaciones interpersonales. Pero lo innegable es que el matrimonio ejerce un efecto positivo en las tendencias criminales.

Esta diferencia por sí sola no nos dice si el matrimonio aleja a los hombres del crimen o si los criminales profesionales tienen menos probabilidades de casarse, pero los sociólogos Robert Sampson, John Laub y Christopher Wimer han puesto de manifiesto que el matrimonio sí parece ser de veras una causa pacificadora. Si mantenían constantes todos los factores que típicamente empujan a los hombres al matrimonio, observaban que casarse conseguía realmente que un hombre tuviera menos probabilidades de cometer crímenes inmediatamente después.

Si queréis leer más sobre lugares donde las mujeres tienen especial relevancia, quizá os apetezca echar un vistazo a Los 5 mejores sitios para viajar si eres mujer.

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