Dolor animal (y III): ¿hasta qué punto podemos dar cariño a un animal?

Dolor animal (y III): ¿hasta qué punto podemos dar cariño a un animal?
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En las dos anteriores entregas de este artículo descubríamos los orígenes de la empatía con los animales, así como los cambios y regulaciones que ello trajo aparejado. Pero ampliar la empatía hacia otras especies no inteligentes impone límites, y establecerlos constituye un dilema de difícil resolución.

Gran parte de la población está de acuerdo en tratar más humanitariamente a los animales que pasan por granjas e industrias cárnicas. Si bien no hay tantos vegetarianos como defensores de esta idea (posiblemente porque el vegetarianismo no resulta un método eficaz para cambiar las cosas hasta que éste no sea un movimiento más masivo), sí que tal postura constituye un símbolo del cambio de paradigma mental respecto a nuestra relaciones con los animales.

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No obstante, es difícil que el camino de liberación de los animales sea el mismo que el recorrido con otras clases oprimidas humanas, como negros, niños, mujeres o gays. Retóricamente, la analogía es poderosa, pero a nivel pragmático resulta altamente complejo hacer converger una filosofía moral coherente que regule nuestras relaciones con los animales.

El hambre de carne es solo la anécdota del problema, tal y como explica Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro:

Muchas interacciones de los seres humanos y los animales siempre serán de suma cero. Los animales se comen las casas, las cosechas y, de vez en cuando, a los niños. Por su culpa sentimos picor y sangramos. Son portadores de enfermedades que nos martirizan y nos matan. Se matan unos a otros, incluidas especies en peligro de extinción que nos gustaría conservar. Sin su participación en experimentos, la medicina se paralizaría, y miles de millones de personas vivas y no nacidas sufrirían y morirían a causa de los ratones. Un cálculo ético que diera la misma importancia a cualquier daño padecido por cualquier ser sensible, sin preferencias por nuestra especie, nos impediría intercambiar el bienestar de los animales por un bienestar equivalente de los seres humanos: por ejemplo, matar a tiros a un perro salvaje para salvar a una niña. […] A la larga, los progresos hacia los derechos de los animales chocarán con algunos de los enigmas más desconcertantes en el terreno de los derechos humanos, un ámbito donde las instituciones morales comienzan a venirse abajo.
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Muchas de estas incertidumbres se aclararán cuando determinemos dónde empieza la conciencia, qué grados tiene, qué diferencias hay entre sentir dolor y experimentar sufrimiento, en qué detalles los animales estarán por debajo de un ser humano (y qué animales), así como hasta qué punto el cerebro disminuido de un ser humano provocará automáticamente que tal ser humano deje de serlo (o si trazar tal línea sería peligroso ). Son dilemas que se irán resolviendo progresivamente, a medida que nuestros conocimientos sobre diversas disciplinas científicas vayan ampliándose. Algunos quizá no se resuelvan nunca, y se acaben articulando leyes dirigidas pulsiones emocionales, por modas o por simple pragmatismo.

Sea como fuere, los derechos de los animales y los círculos de nuestra empatía hacia otras especies seguirán creciendo y matizándose. Y no quiero ni imaginarme lo que ocurrirá cuando la ecuación se complique al toparnos con especies inteligentes extraterrestres que, sin embargo, podrán tener motivaciones psicológicas totalmente incomprensibles para nosotros (o que suponen una amenaza para nuestra especie). Para profundizar en tal tema, nada como la ciencia ficción, sobre todo en el caso de La voz de los muertos, de Orson Scott Card.

Fotos | Scott Bauer, USDA

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