El miedo infundado al terrorismo, los accidentes de tráfico, la violencia de género y otros hechos matemáticamente improbables (II)

El miedo infundado al terrorismo, los accidentes de tráfico, la violencia de género y otros hechos matemáticamente improbables (II)
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Hasta que no se establezca un mecanismo de control informativo que permita que cale en la gente que es mucho más probable que a un estadounidense lo mate el virus de la gripe, una apendicitis o la propia Policía a que fallezca de un ataque de Al Qaeda, políticos como Bush podrán seguir alarmando a los votantes para erigirse como máximo salvador, obviando, quizá, otras necesidades más perentorias.

El trabajo mata 10 veces más gente que el terrorismo en EEUU, pero seguro que no se usa ni una porciúncula de la energía empleada contra el terrorismo para minimizar los accidentes laborales. O de paso, para acabar con el trabajo.

Stephen Dubner también enfoca el problema del terrorismo por sus efectos colaterales menos evidentes (que por supuesto los medios no reflejan). El terrorismo infunde miedo porque sus víctimas son producto del azar (aunque todas las muertes los son en algún aspecto) y no existe motivo para ello (¿acaso hay motivo para otro tipo de muertes?). El terrorismo es efectivo porque impone costes a todos, no sólo a sus víctimas directas.

El más importante de estos costes indirectos es el miedo a un futuro atentado, aunque ese miedo sea sumamente desproporcionado.

La probabilidad de que un norteamericano medio muera por un atentado terrorista en un año dado es aproximadamente de uno entre cinco millones. Tiene 575 veces más probabilidades de suicidarse. Consideremos también los costes menos obvios, como la pérdida de tiempo y de libertad. Piense en la última vez que pasó los controles de seguridad de un aeropuerto y le obligaron a quitarse los zapatos, pasar el detector de metales en calcetines y después andar tambaleante mientras recogía sus pertenencias. Lo bueno del terrorismo (si es que usted es terrorista) está en que puede tener éxito aunque fracase. Nos sometemos a esa rutina de los zapatos por culpa de un inglés incompetente llamado Richard Reid, que aunque no pudo hacer estallar la bomba de su zapato, nos hizo pagar un alto precio.

Los costes indirectos de los atentados del 11 de septiembre (los que no se anuncian ni se sobredimensionan hasta el punto de crear alarma general) fueron, entre muchos otros, que miles de profesores y estudiantes extranjeros no pudieron entrar en Estados Unidos debido a las nuevas restricciones en los visados. Al menos 140 empresas estadounidenses explotaron la consiguiente caída en el mercado de valores para adquirir ilegalmente stock options.

Y en Nueva York se dedicaron tantos recursos policiales al terrorismo que otros departamentos (la brigada de Casos Abiertos y las unidades Antimafia, por ejemplo) quedaron desatendidos. Una pauta similar se repitió a escala nacional. El dinero y los recursos humanos que en otras circunstancias se habrían empleado en perseguir la corrupción económica, se dedicaron a perseguir terroristas.

Y ahí reside otro de los asuntos importantes de evaluar los riesgos de forma demasiado subjetiva: la mala gestión de unos recursos limitados. Sobre ello os hablaré en la próxima entrega de esta serie de artículos.

Vía | El cisne negro de Nicholas Taleb Nassim, El hombre anumérico de John Allen Paulos, Tráfico de Tom Vanderbil, El club de los supervivientes de Ben Sherwood, Sistemas emergentes de Steven Johnson, El fin de la fe de Sam Harris, Historias de un gran país de Bill Bryson, El miedo a la ciencia de Robin Dunbar y Superfreakonomics de Stephen Dubner

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