¿Por qué el diseño inteligente es una falacia?

¿Por qué el diseño inteligente es una falacia?
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Uno de los argumentos más repetidos para desprestigar la evolución darwiniana y, por contraposición, defender el diseño inteligente, es la analogía del reloj en el desierto.

Fue propuesta por primera vez en 1802 por William Paley en su libro Natural Theology, argumentándose que un reloj encontrado en el desierto no podía resultar un accidente ni un azar ciego: tenía que haber sido construido por un relojero.

De igual modo, si observamos la complejidad de subyace a un ojo humano, por ejemplo, ¿cómo algo así pudo haberse formado por un proceso tan azaroso como la evolución?

Errores de razonamiento

Se dice que el ojo humano, al igual que un reloj, es un órgano de una complejidad irreductible, en el que todos los componentes parecen actuar de forma armónica: da la impresión de que ha sido diseñado perfectamente para su función. Sin embargo, esta interpretación está entorpecida por un error de razonamiento.

En pocas palabras, nuestro cerebro es incapaz de imaginar grandes cantidades de tiempo y cómo, a lo largo de los milenios, se pueden producir infinidad de casualidades.

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Por ello, los biólogos evolucionistas no afirman que el ojo humano apareciera completamente formado, sino como resultado de un prolongado proceso con muchas formas intermedias: por ejemplo, una especie de ojo capaz de captar algo de luz seguramente fue una ventaja evolutiva para la criatura que dispusiera de él.

¿Y el registro fósil?

Además, existen innumerables pruebas fósiles que respaldan los argumentos evolucionistas. Los defensores del diseño inteligente acostumbran a señalar los huecos del registro fósil como una prueba de que la evolución no es la explicación. Sin embargo, el hecho de que exista un registro fósil ya resulta una prueba contundente en sí misma, aunque haya huecos.

La razón es que solo un hueso de cada mil millones se fosiliza, y la proporción de especies que han logrado llegar hasta nosotros a través del registro fósil podría ser tan solo 250.000, frente a los 30.000 millones que han existido, es decir, una especie de cada 120.000.

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