Avances de la ciencia que fueron malos, pero luego buenos… o las dos cosas a la vez (y III)

Avances de la ciencia que fueron malos, pero luego buenos… o las dos cosas a la vez (y III)
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El equivalente del cerdo en el mundo oceánico es la ballena. No porque el cerdo y la ballena guarden alguna similitud sino porque de ambos animales se aprovecha todo. Siendo el caso de la ballena mucho más interesante que el del cerdo, al menos en cuanto a la variedad de cosas que salen de ella.

Las ballenas, por ejemplo, fueron el motor económico de EEUU durante el siglo XIX.

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Cada centímetro cuadrado de una ballena se podía transformar en algo, así que la ballena equivalía a una de esas tiendas que lo tienen todo para una nación en rápido crecimiento: velas y jabón, ropas y, por supuesto, alimentos (su lengua era una exquisitez). La ballena era especialmente apreciada por el bello sexo, ya que ofrecía partes de su cuerpo para hacer corsés, cuellos de vestidos, sombrillas, perfumes, cepillos de pelo y tinte rojo para telas (este último producto se obtenía, mire usted por donde, de los excrementos de la ballena). Lo más valioso era el aceite de ballena, que servía como lubricante para todo tipo de maquinaria, pero que se utilizaba sobre todo como combustibles para lámparas. Tal como declara el escritor Eric Jay Dolin en Leviathan: “El aceite de ballena iluminó el mundo”.

El problema de las ballenas es el mismo que se produce con los superdestructores que aparecen en la saga Star Wars: son tan enormes y difíciles de concebir que escasean. Entre 1835 y 1872, los barcos balleneros capturaron casi a 300.000 ballenas, un promedio de más de 7.700 al año.

Así que enseguida se convirtió en un animal que escaseaba y, en consecuencia, los recursos para capturarlo aumentaron, incrementando también el precio de los productos que se fabricaban con las ballenas capturadas.

Toda la estructura económica de EEUU se tambaleaba. Las ballenas iban a convertirse en una cosa del pasado. Y entonces todo cambió. Y se pasó de las ballenas al petróleo. Fue gracias a un ferroviario retirado llamado Edwin L. Drake.

Drake, un día cualquiera, estaba usando su motor de vapor para impulsar un taladro a través de 20 metros de pizarra y roca y, zas, encontró petróleo en Titusville (Pensilvania). Las ballenas, de repente, dejaron de resultar interesantes, salvándose de la extinción. El petróleo incluso era más versátil que las ballenas: incluso se inventó la vaselina gracias a él, como os expliqué en es este post.

Los balleneros, además, eran contratados fácilmente por la industria del petróleo, así que dejaron enseguida de mirar el horizonte del mar para concentrarse en las entrañas de la tierra en busca del maná negro.

Ahora, sin embargo, empezamos a sufrir el mismo problema con el petróleo como antes lo sufrimos con las ballenas: cada vez hay menos, cada vez resulta más escandaloso ir a llenar el depósito del coche en cualquier gasolinera, las tensiones geopolíticas se vuelven más peliagudas… ¿cuál será el nuevo salvador? ¿Lo habrá? ¿Debemos confiar en que aparezca o debemos reducir el consumo? ¿Hubiera funcionado la reducción del consumo de ballena en el pasado?

Nadie lo sabe, al menos no del todo. Porque cosas malas pueden resultar siendo buenas, y viceversa, o grandes remedios pueden resultar siendo mucho menos eficaces que pequeños incentivos o remedios minúsculos y baratos, como ha sucedido con el descenso de muertes por enfermedades cardíacas en pocos años.

¿Caros tratamientos, implantes, angioplastias…? No, simplemente una reducción de los factores de riesgo, como el alto nivel de colesterol y la tensión arterial alta, que se tratan con aspirinas, inhibidores ACE, betabloqueadores y otros, medicinas ridículamente baratas.

Como sucedió con los nuevos fármacos contra la úlcera, que redujeron un 60 % en número de operaciones.

Vía | Superfreakonomics de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner

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